domingo, 3 de febrero de 2013


Patricio Valdés Marín




INTRODUCCIÓN



El evangelio (significa “la buena nueva”) de Jesús de Nazareth (1er personaje analizado) nos ha llegado a nosotros a través de los libros bíblicos llamados Evangelios sinópticos. Estos escritos son lo más fiel que históricamente ha quedado en intentar describir la vida y enseñanzas de Jesús según lo que se recordaba y se transmitía de él por sus seguidores, algunas décadas de su muerte en la cruz, cuando fueron escritos. Los evangelistas, judíos ellos, quisieron además vincular a Jesús con la tradición de Israel. Jesús fue un hombre que supo que Dios es un padre que acoge en su reino transcendente a quienes han vivido en caridad. El evangelio es el mensaje universal de Jesús para la conversión personal. Resumidamente, Jesús habló de una existencia plena y eterna después de la muerte si la persona en vida hubiera amado a Dios y al prójimo, quienquiera que fuese. Incluso no es necesario saber expresamente del evangelio, siempre que según su natural entender la persona viva en el amor con humildad de corazón. Aunque jamás haya escuchado hablar de Jesús, cada persona del mundo tiene un destino transcendente en el reino de Dios, siempre que libre y consecuentemente responda a este llamado de amor.

Existe una diferencia entre persona y personaje. Una persona puede definirse como un ser humano histórico que tiene o tuvo una existencia real y concreta, en tanto que un personaje es una representación imaginaria e idealizada de una persona que un grupo llega a construir. De este modo, la muy humana persona de Jesús dio paso al fantástico personaje que fue siendo sucesivamente exalta­do por sus seguidores: desde el Maestro, pasando por el Mesías, el Ungido (Cristo), el Unigénito, hasta llegar a ser identi­ficado con la Tercera persona de la Trinidad y el mismo Dios. El proceso, que había comenzado en Galilea y Judea, tuvo dos condicionantes particulares: primero, la incorporación de gentiles al movimiento de Jesús y el término de la hegemonía judía en la naciente Iglesia, y segundo, la guerra Romanojudía que culminó con la destrucción de Jerusalén, en el año 70. Se puede decir que Jesús llegó a ser el personaje más incomprendido y tergiversado de la historia. Entre la humilde vida de Jesús en Galilea y la magnificencia y poder de la Iglesia cristiana existió un proceso que duró unos cuatrocientos años. Este se caracterizó por la mitificación de Jesús entre sus seguidores según las creencias y los intereses mantenidos por distintos grupos de poder. Quienes adquirieron supremacía en esta estructuración determinaron su sentido y definieron los significados. En los primeros cuatro siglos de este proceso debe distinguirse entre la persona de Jesús, en tanto ser histórico, y el personaje que sus dirigentes fueron creando acerca de lo que él fue. En dicho lapso de tiempo los escritos que terminaron por integrar el Canon del Nuevo Testamento fueron tomando forma y fueron seleccionados principalmente con el criterio de que hubiesen sido obra, supuesta o no, de los apóstoles o de sus discípulos inmediatos en consideración a haber sido testigos directos de los hechos relatados. El Canon Bíblico llegó a ser instituido por el Concilio de Roma, en el año 382, bajo el pontificado de Dámaso I.

Aunque el evangelio se sostiene por sí mismo, sin necesidad de ser sustentado por alguna religión, forma una parte relativamente importante del cristianismo. Esta religión ligó artificiosamente este mensaje transcendente y misterioso con la filosofía griega, y en particular con la filosofía de Platón (2º personaje analizado). El cristianismo es la religión que se originó del pensamiento teológico de san Pablo (3er personaje analizado) y de su eficaz actividad misionera. Aunque muchos han descubierto el evangelio en la maraña doctrinal y ritual de esta religión y seguido las enseñanzas de Jesús llevando una vida de santidad, el cristianismo ha sido más bien un vehículo tortuoso y enrevesado para la propagación del mensaje del maestro. Así, después de Pablo el cristianismo continuó siendo elaborado por los Padres de la Iglesia principalmente de acuerdo con una línea dualista, ascética y sacramental hasta conformar una unidad de dogma, rito y norma. Lo primero que llama la atención sobre los Padres de la Iglesia es que no fueron judíos, sino que gentiles, todos varones, todos habitantes dentro de los confines del Imperio romano y todos formados en las enseñanzas de la filosofía griega. La raíz cultural hebrea se había perdido por completo, exceptuado una minoría desvinculada que aún vivía en la remota Judea.

El nombre de “cristianos” apareció en Antioquía para designar a los conversos por Bernabé, compañero de Pablo. Entre los cristianos-gentiles de los primeros siglos una estructura de poder eclesiástico o religioso, basado en obispos, se estableció muy pronto tras la labor misionera de Pablo. La política estuvo presente en cuestiones dogmáticas. Se buscaba la unidad doctrinal en una época de definiciones conceptuales que ligaba el ámbito especulativo con el ámbito transcendente alrededor de la persona de Jesús. Los temas que dividieron a los primeros cristianos fueron principalmente dos: la Trinidad y la naturaleza de Jesucristo. El debate en torno a la Trinidad tuvo su inicio con Tertuliano (4º personaje analizado) y se definió en el Concilio de Nicea (325) a instancias del emperador Constantino (5º personaje analizado). No es que estos temas fueran tan relevantes para la salvación personal de los fieles, pues no aportaban nada a las enseñanzas de Jesús. Tampoco las verdades intrínsecas de estos temas fueron tan relevantes, considerando las débiles razones teológicas y filosóficas de las vehementes argumentaciones. Siempre que fueran consideradas ortodoxas en los concilios y sínodos, por medio de distintas posturas teológicas las diversas facciones en pugna buscaban su propia supremacía en el poder eclesiástico. Quienes figuran como Padres de la Iglesia fueron los vencedores. El resto, los herejes, fueron anatematizados, perseguidos y condenados. Desde un punto de vista más benévolo, se trató más bien de digerir el mensaje de Jesús sobre un Dios paternal y una vida eterna en su reino y de amor y paz, y también la cosmovisión de la cultura judaica, tan extraña como religiosa. Estas ideas fueron sometidas al escrutinio racional de letrados según los parámetros de una cultura sofisticada, dualista y metafísica con el objeto de comprender la sobrenatural epifanía de Jesús que Pablo había propagado de acuerdo a su propio entendimiento.

Ya consolidado el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano, en el año 390, aún restaba por darle forma y coherencia a la mezcolanza de Sagradas Escrituras, teología paulina y el reciente y excluyente dogma niceno. Esta titánica labor la efectuó san Agustín de Hipona (6º personaje analizado) supeditado a la filosofía de Platón. La síntesis obtenida consolidó un nuevo paradigma, tuvo inmediata aceptación, en especial en la Iglesia latina, y trascendió el tiempo hasta nuestros días, ayudada por ingentes esfuerzos apologéticos. También conformó la nueva era que vino después de la caída del Imperio romano, que fue la Edad media.

Galileo Galilei (7º personaje analizado) inició la revolución científica al crear el método empírico. Este método permite la certeza del conocimiento al poder verificar experimentalmente una hipótesis y llegar a comprender la relación causal que ocurre. La certeza no se logra inductivamente tras realizar un sinnúmero de veces el mismo experimento, sino que surge al comprobar mediante el experimento y sus términos la existencia de una ley natural que es válida para todo el universo. Esto quiere decir que cada vez que se realiza el experimento se obtendrá los mismos resultados. Esto quiere decir también que el universo entero está regido por leyes naturales que son trascendentales. Por último quiere decir que la energía desatada en el Big Bang posee el código de las leyes naturales, como si Dios hablara a través de las relaciones causales. Además de obtener la certeza, el método empírico, aplicado a todos los tipos de relaciones causales posibles, desde la escala microscópica hasta la escala macroscópica, nos permite cada vez mayor conocimiento de la realidad sensible, y este conocimiento, que llamamos “científico”, se va acumulando en forma exponencial, develándonos cada vez más la misteriosa realidad. La ciencia moderna ha desbancado a la filosofía griega que descansaba solo en la capacidad de la razón para conocer, y era tan imperfecta que había llegado al dualismo. Los filósofos griegos creían que la razón puede aprehender la realidad como verdadera con la sola afirmación mediando la lógica.

El legendario rey Midas convertía en oro todo lo que sus manos tacaban. Del mismo modo el método científico desentraña todo lo que analiza empíricamente y lo convierte en conocimiento cierto. La filosofía griega aparece a la ciencia como un gigante de la especulación racional, pero con pies de idealista barro. Tras el escrutinio crítico de las formas, que descubre su origen profano, las influencias recibidas y las intenciones de sus autores, las Sagradas Escrituras no aparecen a la ciencia como inerrantes o infalibles ni la mano de sus autores le aparece guiada por un Dios que evita fallas y errores. Asimismo, la historia sagrada se revela como una historia muy humana y llena de mitos. Solamente, el evangelio de Jesús resiste el análisis de la ciencia; ésta que trata con objetos de nuestro mundo material nada tiene que decir frente a un objeto del mundo transcendente.

Sin embargo, la ciencia no ha logrado sustituir el propósito de la filosofía, que es dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Comprender la existencia a través del conocimiento racional es precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, como indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la muerte, cuál es la relación entre Dios, el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué son el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Son justamente la óptica y la metodología de la filosofía y el evangelio de Jesús los que nos pueden proporcionar tales respuestas. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de una reflexión que parta justamente de la certeza científica. El mundo conceptual más universal es necesariamente más abstracto; es de relaciones ontológicas cada vez más trascendentales. El saber objetivo se refiere a un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad última.



JESÚS



Nuestra historia comienza con Jesús de Nazaret. Él es el hito más importante de la historia de la humanidad. Su importancia no le viene por la doble atribución que algunos de sus seguidores le dieron de profeta y Mesías. Como profeta, él sería el último de una larga lista en la tradición hebraica que comienza con Abraham. También a él se le otorga la condición de Mesías. Sin embargo, ambos conceptos, profeta y Mesías, no se le pueden aplicar con total propiedad. Podría ser que profeta sea una persona que de alguna manera en absoluto no clara dice lo que dice por una suerte de inspiración divina, y se dirige, no hacia la conversión personal, como fue la enseñanza de Jesús, sino que hacia una  colectividad para exigirle que pida perdón o para anunciarle el castigo divino.

Por su parte, el concepto Mesías, traducido al griego por Cristo, que significa el ungido de Dios, tampoco le es aplicable si suponemos que el ungimiento es para conducir victoriosos ejérci­tos y establecer reinos terrenos. Específicamente, como ha sido ya reiteradamente señalado por innumerables autores, en tanto Mesías, Jesús fue un estruendoso fracaso en la historia judía. Fue crucificado y años después Jerusalén fue completamente devastada por los romanos. Sus seguidores mesiánicos supusieron que Jesús debía volver una segunda vez, ahora en gloria y majestad, para terminar lo que consideraron su inconclusa obra.

El reino de Dios

La importancia de Jesús en la historia humana se resume en que, primero, él anunció a los seres humanos la existencia de un reino de Dios y, segundo, por su medio Dios invitó a todos los seres humanos a pertenecer a dicho reino. En Marcos podemos encontrar el meollo de este mensaje: “El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Cambien sus corazones y crean en la buena nueva”. En el medio judío de su época el ‘tiempo que se ha cumplido’ es escatológico, y de ningún modo puede ser considerado como apocalíptico.

Jesús no predicó ni a Dios ni a sí mismo, sino que predicó el reino de Dios para decir dónde y cómo los seres humanos podemos encontrar a Dios, que es lo mismo que decir dónde y cuándo encontrar el sentido y el destino de la vida. La importancia de Jesús se resume en que, primero, él describió a Dios, no como un ser castigador, vengativo, irascible, ni siquiera como el dios de la humanidad, sino que como un padre bondadoso, misericordioso y amoroso de cada uno de nosotros, y segundo, anunció a los seres humanos la existencia de un Reino de Dios, invitando por su medio a todos los seres humanos a pertenecer a este Reino. Desde el punto de vista de la evolución del universo y de la evolución biológica el destino de los seres humanos era morir después de vivir, tal como ocurre con todos los animales, terminando definitiva, irreversible y radicalmente sus existencias. Dios, a través del anuncio de Jesús, quiso regalar una existencia plena y eterna a quienes adquirieran la capacidad de reconocerlo, glorificarlo y ser consecuentes con ello.

Los textos más importantes del Nuevo Testamento son los Evangelios sinópticos, y lo central en ellos es la idea de reino de Dios. El reino de Dios tiene que ver con la vida y la libertad de los seres humanos. El mensaje de Jesús está dirigido a los pobres, los indignos, los hambrientos, los enfermos, los desvalidos, los sometidos, los que sufren. La prédica de Jesús dignifica a los seres humanos y les confiere sentido pleno a sus vidas, y responde siempre a los anhelos humanos más profundos. Promete una existencia eterna en plenitud, siendo la muerte y el sufrimiento un paso necesario para ésta. El reino de Dios se hace presente en esta vida, no mejorando las condiciones de vida, sino que asumiendo estas condiciones, aunque sean extremadamente duras y precarias; da sentido y significado al ofrecer la paternidad divina al desvalido y prometer la vida eterna en el Paraíso. El reino de Dios se hace presente en la vida de la persona cuando ésta acepta su propia realidad y su propia herencia de ser una criatura sujeta a la naturaleza del universo. El reino de Dios puede estar en la persona más desvalida, miserable, agobiada, desprotegida, rechazada, fracasada y sufriente.

El destinatario del mensaje de Jesús es el pequeño, el humilde. Ciertamente, quien llega a salvarse es quien tiene un corazón humilde, se considera a sí mismo pequeño frente a Dios y posee la ingenuidad propia del niño para relacionarse con Dios. Pero, lo que finalmente distingue a Jesús de toda la tradición veterotestamentaria es que su prédica no se dirige a pueblos, como fue el caso de Isaías, Ezequiel, Elías y los demás profetas, sino que directamente a personas individuales. De ahí que invita a todos los seres humanos a participar del reino de Dios, apelando únicamente a la libertad personal de cada cual. El Dios predicado por Jesús no es el objeto de la mortificación, el sacrificio y la humillación, sino que es objeto de alegría para los seres humanos, sintiendo enorme gozo y disfrute. No es un ser justiciero, sino que es un padre amoroso. Jesús niega un Dios amenazador, que rechaza al perdido, que recompensa según los méritos. El Dios de Jesús es misericordioso y bondadoso como el mejor padre posible, siendo todos nosotros hijos de Dios y hermanos de Jesús.

Jesús habría sido el hombre señalado por Dios para proclamar un mensaje: todo ser humano, criatura racional, ha sido invitado por Dios para compartir su gloria en una existencia eterna y trascen­dente. La importancia de Jesús en la historia fue el abrir la cerradura, de recurso divino, de la puerta del reino de Dios a todos los seres humanos. La llave para la segunda cerradura la debe fabricar cada cual por sí mismo. Esta llave es el amor: amor al prójimo, amor a quien ofende, amor al enemigo, amor a sí mismo, amor filial, amor paternal, amor conyugal, amor a la creación, amor a la verdad, amor a la bondad. Todas estas acciones intencionales (libres y voluntarias), que se oponen al egoísmo, reflejan el amor a Dios. El ser humano no es un ángel caído, como supuso Pablo, sino que es el fruto sublime de la evolución del universo, y tiene además un destino transcendente porque es capaz e amar.

El punto clave de las enseñan­zas de Jesús fue hacer accesible una nueva y maravillosa dimen­sión a los seres humanos, que para la estructuración natural del universo es imposible: el acceso a la gloria de Dios y el compartirla. Contraria­mente a lo esperado por los judíos –la salvación inmanente del pueblo elegido–, Jesús predicó la salvación personal y trascen­dente a todos los seres humanos. Por lo tanto, el acento de la misión de Jesús no debe ser colocada en su mesianismo ni en su supuesta divinidad, pero sí en la apertura de una transcendencia para las personas. Esta enseñanza es plenamente evidente tras la lectura de los evangelios, los que deben leerse con el mismo espíritu de un san Francisco de Asís, una san Juan de la Cruz, una Madre Teresa de Calcuta y de tantos otros venerables seres humanos que por su misma humildad no ocupan lugares en los altares.

El ser humano es el vástago de una ascendente evolución biológica que adquirió la capacidad para tener conciencia de sí y la posibilidad para estructurar una conciencia profunda, desde la cual llega a perci­bir una trascendencia a la que puede honrar, glorificar y desear. El sentido de su conocimiento y acción se vería frustrado sin la intervención divina que le tendiera un puente. En efecto, la vida natural de un ser humano transcurre, como la de cualquier otro animal, con una mezcla de gozos y sufrimientos, de buena y mala fortuna, de logros y fracasos, de heroísmo y cobardía, de buenas y malas acciones, pero en la que prima el deseo de vivir. Sin duda, al término de su vida, haciendo un balance entre lo positi­vo y lo negativo, un ser humano podría darse por satisfecho el haber vivido, por muy miserable que haya sido su existencia. No obstante, según entendemos el mensaje de Jesús, Dios quiso darle a cada ser humano, sin excepción, la oportunidad de una existencia gloriosa y eterna, pero bajo dos condiciones indispensables: primero, que lo desee, y segundo, que lo amerite. Y el ameritarlo es una consecuencia del desearlo responsablemente.

El mensaje de Jesús es una invitación a una “vida” en una dimensión que transciende los parámetros propios del universo material de espacio-tiempo. Jesús hace un llamado explícito a la persona para que se libere del condicionamiento genético que la impulsa a actuar en procura de su propia supervivencia. Afirmó: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien perdiera su vida por mí (en razón de mi enseñanza), la salvará”, y tal es la clave de su mensaje, que es una invitación a una dimensión transcendente que necesariamente se impone sobre el determinismo biológico que estimula al individuo a actuar en procura únicamente de su super­vivencia y reproducción.

La religión

El ser humano no necesita de un alma, y menos de un alma inmortal, para ser expli­cado (ver Existencia después de la vida en http://existenciadespuesvida.blogspot.com). En consecuencia, los sistemas de pecado, infierno y dualis­mo de bien y mal, espíritu y materia no son sostenibles en esta concepción. Por el contrario, las acciones humanas más naturales responden a la satisfacción de sus necesidades de supervivencia y reproducción. Incluso toda la ética encauza dichas acciones desde la perspectiva social.

En cuanto la religión tenga por finalidad la subsistencia del grupo social a través de incentivar el cumplimiento de normas éticas, no responde precisamente a la invitación de Jesús a cada persona. Jesús fue ajeno a tales objetivos, pues no sólo la vida propuesta por él es una renuncia a la vida natural en cuanto se oponga a su invitación, sino que la realización plena de su invitación ocurre después de la muerte biológica de la persona. Jesús sería efectivamente el Cristo, el ungido de Dios, y el Mesías, el salvador, pero no para la solucionar nuestras dificultades de supervivencia y reproducción, ni menos la de la subsisten­cia y el desarrollo de la estructura social, sino que para hacernos accesible una vida que transciende nuestra propia vida natural. Toda persona, incluso la de origen más humilde, la más miserable en fortuna, la más enferma y limitada, es un invitado de honor al banquete de Dios. Según el evangelio los ricos y poderosos son aquellos que más dificultades tendrían para aceptar tal invitación.

La muerte de Jesús en la cruz no fue para redimirnos a causa de la desobediencia de la primera pareja de seres humanos, según lo ha interpretado tradicionalmente la Iglesia a partir de Pablo. La salvación no es un estado de existencia que se recupera a través del sacrificio del Cristo, el Dios encarnado, en la cruz tras el pecado y posterior castigo de Adán y Eva. El ser humano no fue creado perfecto, a imagen de Dios, ni posteriormente sufrió una caída por la cual mereció la muerte y el sufrimiento para toda la descen­dencia. Es probable que la pasión y la muerte de Cristo en la cruz tenga mucho menos significado que el que se le ha dado desde Pablo: reeditar el antropológico mito estereotípi­co sobre que en el origen del ser humano hubo un estado de armonía y paz, que fue perdido por su propia acción, y que ese mismo estado será recuperado al final.

La revelación

La verdadera comprensión de este mensaje tuvo lugar, no en vida de Jesús, sino que con su muerte y resurrección. El significado que se le puede dar a la muerte en la cruz de Jesús es el haber puesto a la prueba de sus discípulos su mensaje acerca del reino de Dios. Su resurrección fue la ratificación de la certeza de su enseñanza. La resurrección de Jesús fue una gloriosa proyección y prolongación de su espíritu (su energía estructurada) después de su muerte biológica. Como lo relata el libro Hechos de los Apóstoles, la persona real de Jesús se manifestó en varias ocasiones a sus discípulos, lo que confirmó sus enseñanzas respecto al Dios transcendente y su reino de los Cielos. Si Jesús no hubiera resucitado y aparecido ante sus discípulos, la verdad sobre Dios y su reino no habría sido aceptada ni tampoco proclamada y transmitida. A sus discípulos bastó ver a Jesús resucitado para comprender su evangelio.

La afirmación que exista una verdad revelada por Dios no tiene sustento. Si una verdad es una proposición intelectual que tiene correspondencia con alguna cosa o situación de la realidad, entonces no existe ninguna proposición que Dios nos haya enseñado. Dios es silencioso. La verdad sobre cualquier materia es un logro humano, y las verdades han ido surgiendo penosamente en el curso de la historia desde los albores de la humanidad, y se han ido perpetuando a través de la cultura y sus instrumentos. El mito, que es un recurso fácil para interpretar las complejidades de la realidad, se encarga de empañar y oscurecer la verdad. La Biblia no es verdad revelada, como tampoco los Evangelios que se remiten a intentar describir la obra y enseñanzas de Jesús durante sus tres años de vida pública según lo que se recordaba y se transmitía de él por sus seguidores, algunas décadas de su muerte en la cruz, cuando fueron escritos.

Sólo una verdad cae en el ámbito de la revelación divina, si así se puede decir, y es la que Jesús dijo acerca de Dios y su reino. Él nos habló en parábolas para referirse a esta verdad, pues relataba una realidad no sólo desconocida, sino que enteramente inasible, sobre la cual no existen experiencias, y el intelecto humano no tiene la capacidad de comprensión. El único conocimiento más allá de la experiencia sensible es el raro don del conocimiento parapsicológico. Se podría sugerir hipotéticamente que Jesús tuvo conocimiento del reino de Dios a través del reconocido fenómeno paranormal sobre “experiencias fuera del cuerpo”.



PLATÓN



La filosofía griega, en particular el pensamiento de Platón, sirvió de fundamento al medio cultural del mundo helenístico tardío, el del Imperio romano. Este pensamiento forjó el cristianismo en sus primeros siglos de desarrollo, o más bien, el cristianismo creció en toda la extensión y en todos los estratos del Imperio romano gracias a que sus dirigentes habían sido educados en dicho pensamiento.

Vida

Platón (428-347 ó 348 a. de C.) fue un filósofo ateniense y amigo personal de Pericles. Fue discípulo de Crátilo, un seguidor de Heráclito, que se planteaba el problema del cambio y la eternidad. Tuvo influencias pitagóricas que pesarían más tarde en su ética y antropología. Fue amigo y discípulo de Sócrates, de quien tomaría su convencimiento de que la verdad existe y es cognoscible, y que el conocimiento del bien a través de la educación es la clave para lograr una sociedad justa. Tras su formación filosófica, intentó llevar a la práctica su utopía del Filósofo-Rey. Estando convencido de que era imposible ponerla en práctica en Atenas, lo intentó en Siracusa bajo el reinado de Dion el viejo y de su hijo Dion el joven. En uno de estos viajes la enemistad del rey le acarreó ser vendido como esclavo, pero uno de sus amigos le reconoció y pagó su rescate. Más tarde, con este dinero, del que su amigo no aceptó la devolución, Platón costeó los gastos de la fundación de la Academia, cerca de 388 a. de C., la que sería la primera institución educativa de la civilización occidental. Su filosofía fue ampliamente difundida en el mundo helenístico y después en el Imperio romano. La mayoría de los Padres de la Iglesia habían sido instruidos en la filosofía de Platón. La cultura helénica misma (y a través de ésta, también la cultura occidental) estaba permeada por el idealismo epistemológico y el dualismo espíritu-materia de esta filosofía.

Filosofía

Fueron múltiples los temas filosóficos que ocuparon a Platón. Dos de éstos fueron decisivos en la formación del pensamiento cristiano: su epistemología (qué conocemos) idealista y su teoría del conocimiento (cómo conocemos) dualista.

1. La epistemología de Platón.

El punto de partida que llevó a Platón a formular su teoría de las Ideas fueron los Pensadores jonios que desde la observación de la naturaleza intentaban alcanzar un conocimiento racional de la realidad, y también la antinomia que resultó de las ideas de Heráclito de Éfeso (c. 535 a. C. – 484 a. C.) y Parménides de Elea (Entre 530 y 515 a. C. – después de 445 a. C.). El primero veía en la realidad que todo es devenir y cambio, en cambio el segundo veía que todo es uno eterno e inmutable. Además, Platón constataba que en el mundo sensible no se encuentra lo perfecto que veía en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto. Supuso que estas cualidades perfectas tenían que existir en algún lugar.

La solución de Platón fue conciliar el pensamiento contrapuesto de Heráclito y Parménides y rechazar todo conocimiento adquirido por los sentidos mediante la separación del mundo en dos realidades separadas. Una de ellas es el mundo sensible o visible que tiene los caracteres del devenir de Heráclito. Por tanto es múltiple y mutable. Pero supuso que el tipo de conocimiento que nos aporta es meramente de opinión, pues el conocimiento de lo que cambia no es episteme o ciencia, sino que es sólo apariencia (doxa). En su diálogo Teetetos muestra que el conocimiento no puede provenir de los sentidos ni de las cosas sensibles, pues dichas cosas conducirían al relativismo y del relativismo al absurdo. El otro mundo es el de de las Ideas y tiene las características del ser de Parménides, siendo uno y eterno (inmóvil), y el conocimiento que nos aporta es auténtica ciencia (episteme).

Platón introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe para él el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Platón estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales cuando supuso que el concepto de algo es un universal. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible.

El meollo de la filosofía de Platón es el de las Ideas (logos) y su realidad, y el objetivo de su teoría de las Ideas es demostrar que la verdad existe, y que tiene contenido objetivo y existencia real. Platón piensa que las Ideas son esencias trascendentes e inmutables. Las Ideas adquieren carácter ontológico. Ellas son reales y son la verdadera realidad. Las Ideas son el ser y son subsistentes, existen por sí mismas, no sólo en la mente humana. Que las Ideas sean trascendentes quiere decir que son realidades separadas; que las Ideas sean inmutables quiere decir que son realidades eternas, perfectas e imperecederas. Platón había encontrado que las Ideas inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, no son entes de la razón humana, sino que son la verdadera realidad. Había relegando a la mera apariencia el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple, el que captamos por los sentidos y no por la razón. Mientras que el mundo sensible es sólo apariencia, su nivel de realidad es inferior al del mundo de las Ideas.

Las Ideas se conocen mediante la parte más excelente del alma, que es la racional, para lo cual tenemos que recurrir al método dialéctico y a la anamnesis o reminiscencia. No adquirimos las Ideas por la razón, ni son el resultado de pensamientos o reflexiones. Platón dice que el alma ya tenía esos conocimientos desde siempre, por haberlas contemplado en períodos anteriores a nuestra existencia, puesto que el alma preexistió, junto a los dioses, en el Olimpo. Como el alma está encerrada en un cuerpo material y en contacto con realidades materiales espaciotemporales, sólo puede tener recuerdos de las Ideas que en su momento contempló directamente. A estos recuerdos le llama Platón “anamnesis”. Son, por tanto, conocimientos a priori, anteriores a cualquier tipo de experiencia o impresión sensible. Cuando vemos objetos concretos (árboles, casas, libros...) esos objetos nos evocan la idea correspondiente que conocimos en la eternidad. Ni siquiera estas Ideas se adquieren por el estudio o la reflexión.

Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, el que fue ilógico e irreal. Platón escinde la realidad para poder explicarla: el mundo sensible o visible y el mundo de las Ideas. Esta división conlleva el menosprecio del mundo sensible y del conocimiento de los sentidos, ya que para él ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Platón estaba terriblemente equivocado en desconfiar de la experiencia sensible como única manera que tenemos para conocer la realidad y poner su mirada en las Ideas perfectas. Simplemente no poseemos ideas innatas (para una epistemología realista, ver mi Libro V – El pensamiento humano. http://penhum.blogspot.com). No debe sorprendernos, por tanto, que los teólogos de los primeros siglos del cristianismo, que eran seguidores de Platón, pudieran tan confiadamente hacer tantas afirmaciones sobre el mismo misterio que es Dios, que pudieran tener argumentos para rebatir a sus adversarios que hacían lo mismo y que, peor aún, pudieran anatematizarlos, perseguirlos, castigarlos y hasta matarlos con la intolerancia más sublime.

2. La teoría del conocimiento de Platón.

La superioridad del mundo de las ideas sobre el de las cosas se traduce en el contexto antropológico en una prioridad absoluta del alma sobre el cuerpo. Alma y cuerpo forman una unidad accidental, precaria, en un sentido parecido a como afirmamos que un jinete está unido a su caballo. El cuerpo es la cárcel del alma, algo así como el caparazón que lleva dentro a la ostra. Supone un lastre negativo para el alma, pues le crea necesidades, enfermedades, deseos, temores, pasiones y sensaciones que le obstaculizan la búsqueda de la verdad. Es un estorbo del que el alma tiene que liberarse poco a poco, del que tiene que purificarse para poder ascender a la contemplación de las Ideas. El cuerpo inclina al alma a poseer cada vez más, a ser ambiciosa, al comportamiento violento y a la guerra, a los placeres sensibles.

El alma en cambio es muy superior al cuerpo. Es la que constituye nuestro yo. Representa lo más auténtico del ser humano, y al lado de ella el cuerpo es sólo una sombra, una apariencia. El alma racional es una creación directa del Demiurgo, tomando como modelo las Ideas eternas. El alma obtuvo sus conocimientos mientras estuvo en contacto con las Ideas, en su primera existencia. Preexiste en el mundo de las Ideas, y su objetivo en esta vida es purificarse, separándose lo más posible del cuerpo. Platón propone los siguientes caminos de purificación: 1º. La ascesis o represión de las pasiones. Platón tiene una concepción negativa del placer y de la corporalidad, despreciando el cuerpo y la vida y proponiendo el ascetismo como ideal ético. 2º. El ejercicio de las virtudes. Platón va a diferenciar las siguientes virtudes: la Sabiduría, que es la virtud propia del alma racional; la Fortaleza, que es la virtud propia del alma irascible; la Templanza, que es la virtud propia del alma concupiscible; la Justicia, que es la virtud que armoniza las tres almas. 3º. El tercer camino es el amor, pero sobre todo el amor a las Ideas, no el amor carnal.

Platón propone que el destino del alma es el regreso al Mundo de las Ideas, y sobre esto nos habla en varios diálogos: el “Fedro”, “Gorgias”, “Fedón”. Nos cuenta que en primer lugar el alma será juzgada, recibiendo una sentencia conforme al nivel de purificación que haya logrado. Después, aquellos que hayan logrado una purificación total regresarán al Mundo de las Ideas, pero caben otras dos posibilidades: Los iniciados en el camino de purificación irán a los “Campos Elíseos”, un lugar paradisíaco según Platón, pero no absolutamente feliz. Para aquellas almas que no hayan logrado purificación alguna, propone el castigo del infierno con atroz sufrimiento. A diferencia del cristianismo, Platón propone que los dos últimos destinos no son definitivos, las almas se reencarnarían y le serían asignados nuevos destinos, atendiendo al mayor o menor nivel de responsabilidad moral que hubieran alcanzado en la vida anterior.

La ética de Platón, que tuvo enorme importancia en la ascesis y las virtudes cristianas, es consecuencia del origen del alma, lo que cuenta Platón en el mito del “Caballo alado” o “Mito del auriga”. Las almas cuando habitan en el mundo de las Ideas marchan en procesión sobre un carro, conducido por una Auriga, tirado por dos caballos, uno negro y otro blanco. El caballo negro se desboca y pese a los esfuerzos del Auriga se sale del camino, viéndose arrojado a este mundo. El mito nos habla sobre la estructura del alma, que según Platón está compuesta por tres aspectos: 1º. El auriga representa el aspecto racional del alma. 2º. El caballo blanco representa el alma irascible, que es la que controla las pasiones nobles, es decir, la voluntad. 3º. El caballo negro simboliza el alma concupiscible de la que provienen las pasiones innobles. Las almas vienen destinadas a este mundo por una falta del alma concupiscible que no puede ser controlada por la razón, el Auriga. Según este mito la relación alma-cuerpo consistiría en que el alma racional, la parte noble y eterna del hombre, sea capaz de controlar las pasiones del cuerpo, el alma concupiscible. El cuerpo que es sólo una cárcel para el alma, es un obstáculo para el alma racional. El objeto de la unión entre ambos es la expiación de una culpa por la que nos debemos purificar en esta vida.

Con esta concepción, Platón deja abierto un profundo abismo entre el mundo material de lo sensible y de lo físico y el mundo de lo espiritual, de las ideas y de lo mental. Esta tajante oposición entre materialismo y espiritualismo hará del hombre un ser escindido, imperfecto, incapaz de conseguir unidad y auténtica armonía. La tarea de la filosofía consiste en ascender desde el mundo sensible al mundo de las ideas y en éste contemplar la idea de Bien. Por eso Platón define la filosofía como “una ascensión al ser”. La ascética como ética y el monasticismo cristianos fueron formas de vida religiosa que derivaron sin duda alguna del filósofo de las Ideas.

Influencia

En siglos posteriores la filosofía de Platón fue revitalizada como neoplatonismo.
En la Alejandría del siglo III, en el contexto intelectual del helenismo tardío de la época romana, se definió un sistema filosófico que fue enseñado en diferentes escuelas hasta el siglo VI. Es la última manifestación en la Antigüedad del platonismo, y constituye una síntesis de elementos muy distintos además de los platónicos, con aportes de las doctrinas filosóficas de Pitágoras, Aristóteles y Zenón, unidas a las aspiraciones místicas de origen hinduista o judío. El fundador de la doctrina parece haber sido Amonio Saccas (Alejandría, c. 175 – Alejandría, 242), siendo Plotino (Alejandría, 205 – Roma, 270) su discípulo más importante. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica. En forma similar, la doctrina central de Plotino es su teoría de la existencia de tres hipóstasis o realidades primordiales: el Uno, el nous y el alma.

La filosofía de Platón pasó a formar parte de la cosmovisión del mundo en torno al Mediterráneo, y algunos Padres de la Iglesia que hicieron explícitamente suya la filosofía de Platón son los siguientes:

Agustín de Hipona, san, (Tagaste, Argelia, 354 – Hippo Regius, 430) leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano. Puede decirse que después de Agustín la Iglesia católica propagó más la filosofía de Platón que el mensaje de Jesús. De Platón obtuvo los conceptos de luz inteligible, trascendencia, ser eterno y dualismo; también obtuvo el método mayéutico. Discrepó de los platónicos en algunos puntos: hay un camino universal de salvación y no sólo una vía aristocrática; la fe es un absoluto, mientras que la filosofía es siempre un relativo; no hay preexistencia de las almas en el sentido filosófico; el pecado original no es filosófico, sino histórico; la mística racionalista de Dios es pura ilusión y la unión con Dios exige “mediaciones”;  lo sobrenatural coincide con la gracia de la Redención. La filosofía se constituyó en base esencial de toda especulación teológica. Tal como Platón, Agustín fue dualista: el hombre es un compuesto de alma y cuerpo. Posee dos principios o elementos, uno material y otro inmaterial, que constituyen el ser del hombre.

Atenágoras de Atenas (s. II) fue filósofo cristiano de Atenas y uno de los primeros apologetas cristianos. Su teología y las relaciones entre el cristianismo y la filosofía resultan más claras y más lógicas que la de otros apologistas de su época. Platónico de mentalidad, hace resaltar las concordancias que existen entre razón y fe. En sus discursos toma de la filosofía su método y sus formas, pero como filósofo cristiano procura mantener un equilibrio entre razón y fe.

Clemente de Alejandría, san, (Atenas, c. 150 – Palestina c. 215) tuvo una amplia cultura pagana, la que no fue borrada por su encuentro con el cristianismo. Según él, los filósofos gentiles, Platón en especial, se hallaban en el camino recto para encontrar a Dios; aunque la plenitud del conocimiento y por tanto de la salvación la ha traído el Logos, Jesucristo, que llama a todos para que le sigan.

Caius Marius Victorinus, conocido también Victorino el Africano (Cartago, c. 300 – Roma, c. 382) fue un filósofo neoplatónico, retórico y polemista cristiano. Fue un estudioso de la lengua latina y, antes de su conversión al cristianismo, alcanzó fama en todo el Imperio romano como maestro de retórica, por lo que le fue erigida una estatua en el Foro de Trajano en tiempos del emperador Constancio Cloro. Su pensamiento filosófico, está muy mediatizado por sus estudios de gramática y retórica. Adscribió por una parte a la lógica aristotélica y, por otra, al pensamiento neoplatónico (realizó diversas traducciones al latín de obras de Platón, Plotino y Porfirio).

Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. De su vida muy poco se sabe, ya que está basada en referencias de sus escritos, en Eusebio de Cesarea y en san Jerónimo. Fue un académico que recibió una excelente educación.



PABLO



El cristianismo puede definirse como la religión que san Pablo originó en el Imperio romano a partir de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Él se transformó en autodesignado apóstol de Jesús tras un extraordinario evento personal de conversión mística, asegurando que había tenido una revelación divina. Pero Pablo no conoció personalmente a Jesús, y lo que supo de él fue de parte de algunos de sus discípulos. Además, en su tiempo los Evangelios aún no habían sido escritos.

Pablo era un judío de la diáspora que había nacido y vivido en Tarso, Siria. Antes de ejercer su nueva misión, había sido un fariseo estudioso del judaísmo y ferviente perseguidor de los seguidores de Jesús. Incluso había participado en el asesinato de Esteban. De la tradición hebrea Pablo heredó una visión antropológica fuertemente inspirada en el mito del pecado original, del Génesis, y de la importancia de la Ley mosaica. Pero su cosmovisión estaba más impregnada por la cultura de su entorno helénico, de fuerte raigambre dualista propia de la filosofía de Platón y la ética estoica. Aquello que más le impresionó de Jesús no fueron ni su vida ni sus enseñanzas, sino que él hubiera resucitado después de muerto en la cruz.

Juntando el relato del Génesis con el dualismo platónico, el estoicismo y la muerte y resurrección de Jesús, Pablo elaboró una teología que ciertamente no gustó a los rígidos monoteístas judíos, pero maravilló a los gentiles. El punto de partida de su teología (Rom. 5-8) fue el mito judaico del pecado original. Éste fue una desobediencia de Adán, el primer hombre y padre de la humanidad, que transgredió un mandato expreso de Dios y que mereció como castigo la condena de la muerte para él y toda su descendencia. Pablo prosigue con la idea de que Dios, en su infinita bondad, enviara a su Hijo, Jesucristo, el nuevo Adán, se hiciera hombre de carne y hueso y cargara con el pecado de toda la humanidad para redimirla a través de su pasión y muerte en la cruz y conseguir la reconciliación con Dios, la justificación de la humanidad, la gracia divina, la justicia, la salvación y la vida eterna. La resurrección de Jesús en la gloria de Dios es, para Pablo, la destrucción del pecado y la muerte. 

Para Pablo la salvación en una nueva vida requiere el bautismo en Cristo, que consigue sepultar el pecado y participar de la muerte y resurrección gloriosa de Jesús, pues si se muere con Cristo, quedando absuelto del pecado, también se vive con Él para Dios. El pensamiento de Pablo sigue parcialmente la moral estoica. El bautizado no debe acceder a la concupiscencia de su cuerpo mortal para que no domine el pecado, sino que debe reinar la gracia. Solo liberado del pecado se tiene la santificación y la vida eterna. Pablo supone que el pecado está natural y necesariamente en uno, ser de cuerpo mortal. El pecado se lo reconoce por la ley, la que define el pecado. Liberado de la ley, uno se libra del pecado y la muerte. Quien puede liberarlo de la ley es Jesucristo, y quien es de Él se libera de la condenación, el pecado, la muerte y la ley. Quien es de Cristo no vive según la carne, que es muerte, sino según el espíritu, que es vida, y el Espíritu de quien resucitó a Jesús llegara a habitar en uno, también le dará vida a su cuerpo mortal al testimoniarle que es también hijo de Dios y coheredero de Cristo para padecer con Él y ser con Él glorificado.

Pablo concibió al personaje de Jesús como el solo intermediario sacerdotal entre Dios y los seres humanos, quien, a través del sacrificio expiatorio de su muerte en la cruz y haciendo de sumo sacerdote, redimió del pecado y la muerte a los seres humanos, y por su resurrección se le manifestó el Cristo –el ungido–, cual Mesías de carácter celestial y arquetípico, imagen de Dios y su primera creación. De este modo transformó al Mesías tradicional de mundano a celestial y de protector de Israel a salvador de todos los pueblos. Nunca llegó a deificar al Cristo, como convenía al pensamiento eminentemente monoteísta de todo judío, pero sí cris­tificó a Jesús, constituyéndolo en el centro de la creación para que así Dios pudiera al fin reinar sobre toda ella. Sin embargo, al exaltar al Cristo no hacía otra cosa que relegar la persona histórica de Jesús al olvido. Y al centrar la doctrina en esta entidad etérea, desvinculada de las enseñanzas de Jesús, lo obligó a inventar un Espíritu para guiar la acción de la comunidad cristiana, la emergente Iglesia. Así expresado, Pablo fue en efecto un hereje para los seguidores de Jesús. Hans Küng escribió: “Como judío piadoso, Jesús predicó un monoteísmo estricto. Jamás se autodenominó Dios, por el contrario: ‘Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios’ (Marcos 10:18). Además, en las enseñanzas de Jesús está significativamente ausente la asociación de sí mismo con Dios.

Tan importante como su pensamiento teológico en la construcción del cristianismo fue la acción apostólica que Pablo desarrolló. Vio ante sí, como campo de misión, el Imperio romano, con su población unificada por una misma cultura y una misma lengua. Comprendió que su acción debía dirigirse a los gentiles. La doctrina de Pablo estaba formulada a la medida de las necesidades de ellos. Los gentiles no necesitaban un Mesías que permitiera a los descendientes de Jacob reinar sobre el resto de las naciones, sino un Cristo que fuera la víctima sacrificial que pusiera fin a las injusticias, penurias, angustias, pesares, infelicidades y necesidades propias de la vida terrenal, mientras aseguraba la vida eterna y plena a los conversos.

El método misionero de Pablo partía de las sinagogas de la ciudad que se tratase, donde se encontraban los judíos de la diáspora, los prosélitos y los temerosos de Dios. Pablo suscitaba la discusión, encontrando acogida o rechazo. La mayoría de los judíos rechazó su prédica, mientras que la mayoría de las conversiones venía de parte de los prosélitos y los temerosos de Dios. Los judíos no solo sospecharon de la idea de un Cristo, sino que también, en la espera de un Mesías inmanente y solo para los judíos, rechazaron la idea de una salvación trascendente y universal. En la mayoría de las ciudades donde misionó, surgieron comunidades cristianas, para las que se nombraron jefes. Una vez fundadas comunidades en ciudades de cierta importancia, ellas deberían ser las que continuaran en el lugar la tarea misionera. Pablo no imponía a los gentiles la circuncisión ni la observancia de otras prescripciones rituales judías, lo que trajo el rechazo de una corriente judeocristiana. Pronto las comunidades cristianas se separaron de las sinagogas para reunirse en sus propios hogares.

Pablo organizó sus comunidades creando el orden de la vida comunitaria, y nombró a algunos de sus miembros de la comunidad para asumir deberes especiales que sirven a este orden y organización. En este orden jerárquico aparecen hombres dedicados a la asistencia de los pobres o a dirigir el culto. Los que tienen estos cargos son llamados ancianos, diáconos y presbíteros, dirigidos por un episcopoi, e.d., que debe regir la Iglesia como pastor con su rebaño. En este orden, su fundador, Pablo, ocupa un puesto único, que tiene su última motivación en su inmediata llamada a ser apóstol de las Gentes. El es consciente de tener autoridad y plenos poderes para ello, tomando decisiones que vinculan a su comunidad. Pablo es para sus comunidades la máxima autoridad como maestro, juez y legislador; él es el vértice de un orden jerárquico. Las comunidades paulinas no se consideran independientes las unas de las otras. Un cierto nexo se había construido ya con la persona de su fundador. También les había inculcado el ligamento que les unía con la comunidad de Jerusalén. Pablo era consciente de que todos los bautizados de todas las iglesias constituyen el “único Israel de Dios” (Gal. 6, 16), que son miembros de un único cuerpo (1Cor. 12,27), la iglesia formada por judíos y gentiles (Ef. 2, 13.17).

La vida religiosa en las comunidades paulinas tuvo su centro en la fe en Cristo glorificado, que confiere tanto a su culto como a su vida religiosa cotidiana la huella decisiva. Esta fe en el Kyrios, incluyó el convencimiento de que en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad. A la comunión de los creyentes en el Señor se es acogido mediante el bautismo, que hace eficaz la muerte expiatoria que Jesús tomó sobre sí por nuestros pecados (1Cor. 15,3). Con el bautismo se renace a una nueva vida. Esta convicción hizo que el bautismo tuviera un puesto esencial en el culto del cristianismo paulino. Los fieles se reunían en el primer día de la semana (Hch. 20,7), abandonando el sábado judío. Se cantaban himnos de alabanza y salmos, con los que se expresaban la alabanza al Padre en el nombre del Señor Jesucristo (Ef. 5, 18). El núcleo central del culto fue la celebración eucarística para reforzar la íntima cohesión de los fieles. La fracción del pan se presentaba como la real participación del cuerpo y la sangre del Señor. El contacto con el mundo pagano exigía que las nacientes comunidades ejercitaran una ascesis y autodisciplina mayores aún que las del judaísmo de la diáspora. A la muerte de Pablo, en el mundo helenístico había una red de células cristianas cuya vitalidad aseguró la ulterior propagación de la nueva fe.

Puede discutirse cuan buen vehículo ha sido el cristianismo para enseñar el evangelio de Jesús. Sin duda, muchos santos de altar y muchos creyentes en Jesús que no están en los altares solo pudieron conocer y practicar el evangelio a través del cristianismo. Así, sin el cristianismo no hubiera sido posible para la humanidad haber conocido el evangelio.

Tan completa fue la impronta de Pablo que de los 74 Padres de la Iglesia registrados, solo uno, Epifanio de Salamis (Judea, c. 310 –Chipre, 403), era judío de origen. Los restantes fueron todos gentiles, varones y habitantes del Imperio romano. Nada se supo de los seguidores de Jesús de Galilea y Judea, relatados en los Hechos de los Apóstoles, después de la destrucción de Jerusalén.



TERTULIANO



Tertuliano (Cartago, c. 160 – Cartago, c. 220) fue un Padre de la Iglesia, uno de los mayores teólogos de la cristiandad del siglo III y un prolífico escritor. Fue un académico que recibió una excelente educación. Escribió por lo menos tres libros, pero ninguno se ha conservado. Su especialidad fueron las leyes y fue un destacado abogado en Roma. Su conversión al cristianismo aconteció alrededor del 197-198. Fue ordenado presbítero en la Iglesia de Cartago. Hacia el año 207, se separa de la Iglesia católica, siendo llevado al grupo religioso de Montano (Montano era de Frigia y se convirtió al cristianismo hacia 156. Asistido por dos profetisas llamadas Maximila y Priscila, comenzó a anunciar el comienzo de una nueva era en la Iglesia a la que llamó “Era del Espíritu” y el fin de la historia al considerarse directamente enviado por el Espíritu Santo y que se caracterizaba por una vida moral más rigurosa.). Pero los montanistas no fueron lo suficientemente rigurosos para Tertuliano, quién rompió con ellos para fundar su propio movimiento religioso. Tertuliano continuó su lucha contra la herejía, especialmente con el gnosticismo.

Hacia la Trinidad

Existen triadas de dioses desde la antigüedad histórica, tal vez por el carácter místico que algunas culturas tienen del número tres. En casi todas las tradiciones religiosas y sistemas filosóficos hay conjuntos ternarios, tríadas que corresponden a fuerzas primordiales hipostasiadas o a aspectos del Dios supremo. En la India existe un concepto parecido, la Trimurti, que es un término sánscrito que hace referencia a los tres dioses principales de la compleja mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. En la religión de Egipto faraónico existió el grupo trinitario de Osiris, Isis y Horus. Por su parte, el filósofo griego Platón concibió una cosmología en la que se distinguen dos planos fundamentales, el ideal y el sensible; para la plasmación del mundo sensible, Dios (el Demiurgo) trabaja sobre una base caótica o espacio (chóra), a través de los modelos inteligibles, según se expone en el Timeo. En desarrollos ulteriores dentro de algunas corrientes platónicas, se distinguen varios niveles de realidad, entre las que encontramos tres de gran importancia: Dios, ser absoluto y causa primera; Logos, o razón universal, y Anima Mundi, alma universal emanada de Dios que anima y gobierna el mundo visible. Según los neoplatónicos, el principio de todo lo existente es la unidad absoluta, lo Uno, llamada realidad suprema o gran vacuidad, de la que surgen todas las demás realidades por emanación. El primer ser emanado del Uno es el Logos, llamado también Verbo, o Inteligencia, que contiene las ideas de las cosas posibles. Después, la Inteligencia engendra el Alma como idea, principio del movimiento y de la materia. El Uno, la Inteligencia y el Alma son las tres hipóstasis de la Trinidad neoplatónica.
En otras ocasiones, la trinidad platónica es descrita como las ideas de Bien, el resto de ideas inteligibles que proceden del Bien, y las ideas materializadas o mundo visible.

Tertuliano consideró al Logos de Dios como Dios en sentido derivado, por ser de la misma substancia de Dios; Dios que viene de Dios como luz que proviene del sol. Logos (Verbum) significa en griego la palabra en cuanto meditada, reflexionada o razonada. En el prólogo del Evangelio de San Juan, se menciona al Logos identificándolo con la persona espiritual de Dios en el principio de la creación. Juan 1:1 dice: “en el principio era el Logos y el Logos era con Dios el Logos era Dios”. El Logos en este versículo se ha prestado a muchas interpretaciones. Algunos lo relacionaron con el Logos de la filosofía griega y la judeohelenística de Filón de Alejandría (Alejandría, 15/10 a. C. – Alejandría, 45/50), renombrado filósofo del judaísmo helénico, quien utiliza esta palabra para significar la sabiduría y, especialmente, la razón inherente a Dios. A partir del Evangelio según Juan Logos obtiene una significación cristiana, y los cristianos apologistas del siglo II identificaron Logos con el Hijo de Dios. Sin embargo, Tertuliano diferenció entre el Logos como atributo interno en Dios y el Logos que engendró Dios, que se tornaría en una persona. Además no consideró al Hijo coeterno con el Padre. El Hijo de Dios no siempre existió, sólo a partir de ser engendrado por el Padre.

En el año 215, Tertuliano fue el primero en usar el término Trinidad (trinitas). Anteriormente, Teófilo de Antioquía (†183) ya había usado la palabra griega trias (tríada) en su obra A Autólico (c. 180) para referirse a Dios, su Verbo (Logos) y su Sabiduría (Sophia). Tertuliano diría en Adversus Praxeam II que “los tres son uno, por el hecho de que los tres proceden de uno, por unidad de substancia”. Tertuliano, al igual que Hipólito de Roma (Roma, segunda mitad del siglo II – Roma, 235), escribió contra el Modalismo, doctrina que profesaban Noeto, Práxeas y Sabelio, quienes afirmaban que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran la misma persona. Él es el primero en usar la palabra latina “trinitas”. Con respecto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo nos dice: “La unidad en la trinidad dispone a los tres, dirigiéndose al Padre y al Hijo y al Espíritu, pero los tres no tienen diferencia de estado ni de grado, ni de substancia ni de forma, ni de potestad ni de especie, pues son de una misma sustancia, y de un grado y de una potestad.” (Adversus Praxeam II, 4).

Por la misma época Orígenes (Alejandría, 185 – Tiro, 254), quien junto con san Agustín y santo Tomás es considerado uno de los tres pilares de la teología cristiana, también estuvo preocupado del tema trinitario. En su Comentario sobre el Evangelio de Juan, Orígenes afirma que el Logos (El Verbo de Dios) es theos (dios) sin el artículo definido (“el”), en cambio el Padre es ho theos (el Dios) con artículo. En la teología de Orígenes el Hijo de Dios es subordinado al Padre, tendencia presente en otros Padres del período; esta tendencia subordinacionista puede ser considerada, sin embargo, ortodoxa. “Ya que nosotros que decimos que el mundo visible está bajo el gobierno del que creó todas las cosas, declare así que el Hijo no es más fuerte que el Padre, sino inferior a Él. Y esta creencia que basamos en el refrán de Jesús mismo, “el Padre que me envió es mayor que yo”. Y ninguno de nosotros es tan insano para afirmar que el Hijo del hombre es el Señor sobre Dios.” (Contra Celso libro VIII, 15).

Orígenes afirmó también sobre el Ser de Dios: “Dios ni siquiera participa del ser: porque más bien es participado que participa, siendo participado por los que poseen el Espíritu de Dios.” (Contra Celso libro VI, 64). En esta cita se muestra su visión del Espíritu Santo: “Si es verdad que mediante el Verbo ‘fueron hechas todas las cosas’ (cf. Jn 1, 3), ¿hay que decir que el Espíritu Santo también vino a ser mediante el Verbo? Supongo que si uno se apoya en el texto ‘mediante él fueron hechas todas las cosas’ y afirma que el Espíritu es una realidad derivada, se verá forzado a admitir que el Espíritu Santo vino a ser a través del Verbo, siendo el Verbo anterior al Espíritu. Por el contrario, si uno se niega a admitir que el Espíritu Santo haya venido a ser a través de Cristo, se sigue que habrá de decir que el Espíritu es inengendrado... En cuanto a nosotros, estamos persuadidos de que hay realmente tres personas (hypostaseis), Padre, Hijo y Espíritu Santo; y creemos que sólo el Padre es inengendrado; y proponemos como proposición más verdadera y piadosa que todas las cosas vinieron a existir a través del Verbo, y que de todas ellas el Espíritu Santo es la de dignidad máxima, siendo la primera de todas las cosas que han recibido existencia de Dios a través de Jesucristo. Y tal vez es ésta la razón por la que el Espíritu Santo no recibe la apelación de Hijo de Dios: sólo el Hijo unigénito es hijo por naturaleza y origen, mientras que el Espíritu seguramente depende de él, recibiendo de su persona no sólo el ser sino la sabiduría, la racionalidad, la justicia y todas las otras propiedades que hemos de suponer que posee al participar en las funciones del Hijo [...]” (Comentario en Juan libro II, 10).

La Trinidad como dogma cristiano

La escritura y doctrina cristiana descansa en el monoteísmo (un solo Dios), por lo tanto había que ajustarla a lo que decía la Escritura con respecto al Padre, al Hijo y el Espíritu, sin caer en el politeísmo, ni tampoco modificando la Escritura por conveniencia (Eisegesis). Los teólogos de los primeros siglos del Cristianismo elaboraron explicaciones que generaron varias corrientes de pensamiento y una intensa polémica. Esta polémica se acentuó durante el reinado del emperador Constantino I, cuando los dirigentes de la Iglesia comenzaron a contar con el apoyo imperial y tuvieron que precisar cuál debía ser la doctrina compartida por las diversas comunidades cristianas. En contraposición tanto frente a las posiciones subordicionistas (principalmente los partidarios de Arrio) como a las modalistas, algunos teólogos llegaron a la conclusión de que estas tres personas compartían diferentes cualidades y características divinas exclusivas de Dios (señorío, eternidad, omnisciencia, omnipresencia, santidad, etc.).

La Trinidad llegó a ser el dogma central sobre la naturaleza de Dios de la mayoría de las iglesias cristianas. Esta creencia afirma que Dios es un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas o hipóstasis: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para la Iglesia católica, la Trinidad es el término con que se designa la doctrina central de la religión cristiana. Así, en las palabras del Símbolo Quicumque: ‘el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no hay tres Dioses, sino un solo Dios’. En esta Trinidad las Personas son co-eternas y co-iguales: todas, igualmente, son increadas y omnipotentes. Según esta doctrina el Padre es increado e inengendrado; el Hijo no es creado sino engendrado eternamente por el Padre; el Espíritu Santo no es creado, ni engendrado, sino que procede eternamente del Padre y del Hijo (según las iglesias evangélicas y la iglesia católico-romana) o sólo del Padre (según la iglesia católica-ortodoxa).

La fórmula fue adquiriendo forma con el paso de los años y no fue establecida definitivamente hasta el siglo IV. La definición del Concilio de Nicea (325), sostenida desde entonces con mínimos cambios por las principales denominaciones cristianas, fue la de afirmar que el Hijo era consustancial (homousion, literalmente ‘de la misma sustancia que’) el Padre. Esta fórmula fue cuestionada y la Iglesia pasó por una generación de debates y conflictos hasta que la “fe de Nicea” fue reafirmada en el Primer Concilio de Constantinopla (381). En Nicea toda la atención fue concentrada en la relación entre el Padre y el Hijo, inclusive mediante el rechazo de algunas frases típicas arrianas mediante algunos anatemas anexados al credo; y no se hizo ninguna afirmación similar acerca del Espíritu Santo. Pero, en Constantinopla se indicó que éste es adorado y glorificado junto con Padre e Hijo, sugiriendo que era también consustancial a ellos. Esta doctrina fue posteriormente ratificada por el Concilio de Calcedonia (451), sin alterar la substancia de la doctrina aprobada en Nicea. Según el dogma católico definido en el Concilio de Constantinopla, las tres personas de la Trinidad son realmente distintas pero son un solo Dios verdadero. Esto es algo posible de formular pero inaccesible a la razón humana, por lo que se le considera un misterio de fe. Para explicar este misterio, en ocasiones los teólogos cristianos han recurrido a símiles. Así, Agustín de Hipona comparó la Trinidad con la mente, el pensamiento que surge de ella y el amor que las une. Por otro lado, otros teólogos clásicos, como Guillermo de Occam, afirman la imposibilidad de la comprensión intelectual de la naturaleza divina y postulan su simple aceptación a través de la fe.

Pero la controversia no terminó allí. La primera versión de Credo se fijó en el Concilio de Nicea, por lo que es conocido como Credo niceno. En él no se hacía referencia alguna al origen del Espíritu Santo ya que, como se anotó, lo que en ese momento se intentaba era sentar, frente al arrianismo, la doctrina de la Iglesia en lo referente a la figura de Jesucristo, por lo que se incluyeron frases como “engendrado, no creado” y “consubstancial al Padre”. El Credo niceno fue ampliado por el Concilio de Constantinopla, en el que se estableció, siguiendo lo dispuesto en el Evangelio de Juan (15,26b), que el Espíritu Santo “procede del Padre” al decir: “Creo en un solo Dios... y en el Espíritu Santo... que procede del Padre.” Este nuevo texto es conocido como Credo niceno-constantinopolitano que, sin embargo no tuvo carácter normativo hasta el Concilio de Calcedonia. En el año 397, durante el primer Concilio de Toledo, se produjo la añadidura del término Filioque, por lo que el Credo pasaba a declarar que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo” al decir: “Creemos en un solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo ... que procede del Padre y del Hijo.” La cláusula Filioque siguió siendo utilizada en el reino franco con el beneplácito implícito de Roma. Esta actitud será una de las causas del cisma fociano, germen del posterior, y hasta hoy definitivo, Cisma de Oriente, en el año 1054.

Además de la polémica sobre la naturaleza de Jesús —si era humana, divina, o ambas a la vez—, de su origen —si eterno o temporal— y de cuestiones similares relativas al Espíritu Santo, el problema central del dogma trinitario es justificar la división entre “sustancia” única y triple “personalidad”. La mayoría de las iglesias protestantes, así como las ortodoxas y la Iglesia Católica, sostienen que se trata de un misterio inaccesible para la inteligencia humana.

La palabra latina “substantia” (del griego ousía) que Tertuliano aplicó a la unidad entre el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo proviene de Platón. Para este filósofo la realidad esta compuesta por dos tipos de sustancias que corresponden a dos mundos distintos. El mundo sensible, que captamos por medio de nuestros sentidos, es de apariencias, los objetos tienen una existencia o sustancia relativa. En cambio, el mundo inteligible, de las Ideas, propio de la razón, está formado por las Ideas. Las Ideas no son representaciones abstractas de nuestra mente, sino entidades que existen separadas de los individuos, del mundo sensible. Para Platón la sustancia propiamente tal es la Idea inmutable, eterna, trascendente.

Otro concepto discutible es “persona”, que es una palabra latina cuyo equivalente griego es prósopon y que significa la “máscara” del actor en el teatro griego clásico. En consecuencia, en esta acepción persona equivaldría a “personaje”. Pero también para persona existe en griego la palabra hipóstasis. Esta palabra se ha aplicado en teología a la Trinidad y sus tres personas, y también a Jesucristo y su unidad hispostática, queriendo significar sustancia individual o singular, como algo distinto de la naturaleza o de la esencia. Tiempo después el filósofo romano Boecio (Roma 480, - Pavía, 524/425) definió formalmente persona como una substancia individual de naturaleza racional, y esta definición fue aceptada oficialmente por la Iglesia. En fin, Hipóstasis fue usado a menudo, aunque imprecisamente, como equivalente de ser o sustancia, pero en tanto que realidad de la ontología. Puede traducirse como ‘ser de un modo verdadero’, ‘ser de un modo real’ o también ‘verdadera realidad’. En teología cristiana se emplea la palabra persona para referirse a la hipóstasis de la Santísima Trinidad. En particular, en el cristianismo ortodoxo, se proclama que la Santísima Trinidad son tres personas distintas e inconfundibles, pero, cada una de ellas, hipóstasis de una misma esencia inmaterial

Padres de la Iglesia del siglo IV que elaboraron el dogma trinitario

Los Padres de la Iglesia fueron extraordinariamente audaces para no solo pensar en Dios sino que polemizar duramente sobre la naturaleza divina en términos de la pura razón y la filosofía griega. En el tercer milenio del cristianismo, tras la explosión del conocimiento producido por el advenimiento de la ciencia moderna, la polémica teológica suscitada en los siglos III, IV y V aparece de la mayor ingenuidad si no fuera porque otros intereses más mundanos estaban en juego. Mencionaremos a continuación algunos de los Padres del siglo IV más importantes.

Ambrosio de Milán, san, (Tréveris, c. 340 – Milán, 397) fue un destacado obispo de Milán, un importante teólogo y orador y un eximio político cristiano que combatió a arrianos e impuso la autoridad de la Iglesia por sobre la del Imperio. Consiguió que se reconociera el poder de la Iglesia por encima de la del Estado y desterró definitivamente en sucesivas confrontaciones a los paganos de la vida política romana.

Atanasio de Alejandría, san, (Alejandría, c. 296 – Alejandría, 373) defendió con pasión y vehemencia la homoousios (igual substancia) del Padre y el Hijo, saltando así de la idea evangélica, “el hijo de Dios”, a la imperial, “Dios el Hijo”, y la existencia de una Trinidad santa y completa: Padre, Hijo y Espíritu Santo; es homogénea, las tres personas tienen el mismo rango. Estas ideas pasaron a ser el fundamento teológico de la Iglesia.

Basilio de Cesarea, san, (Cesareaca, 330 – Cesarea, 379) fue obispo de Cesarea. Mediante la ayuda de Atanasio, intentó superar sus recelos hacia los homoiousianos. Las dificultades habían aumentado al plantear la cuestión de la esencia del Espíritu Santo. A pesar de que Basilio había defendido con objetividad la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, se sumaba aquellos que, fieles a la tradición oriental, no admitían el predicado homoousios al tercero; esto se le había reprochado ya en 371 por los zelotes ortodoxos, que había entre los monjes, y Atanasio lo defendió.

Cirilo de Jerusalén, san, (Casarea Marítima, c. 315 – Jerusalén, 386) fue obispo de Jerusalén. En el Primer Concilio de Constantinopla (381), en el que estuvo presente, votó por la aceptación del término homoioussios, al haber quedado finalmente convencido de que no había mejor alternativa. Aunque su teología era indefinida en fraseología, adhería a la ortodoxia nicena y evitaba el debatible término homoioussios.

Dámaso I, san, (Gallaecia o Lusitania (Portugal), 304 – Roma, 384) fue el 37º papa de Roma. Su entrada al trono papal (366) estuvo marcada con la expansión del arrianismo, la expansión y legitimación del cristianismo y la adopción posterior como la religión oficial del Imperio romano. Se mostró intransigente frente a otras doctrinas cristianas, tal y como exigía la Iglesia romana del momento, deseosa de lograr unidad y centralismo. Promulgó (374) el canon de Escritura Sagrada, es decir, una lista de los libros del Viejo y Nuevo Testamentos que debían ser considerados la palabra inspirada de Dios.

Diodoro de Tarso (Antioquía, siglo IV – Antioquía, c. 392) fue obispo y maestro en la escuela exegética de Antioquía. Defendió la profesión de fe nicena, pero sus aseveraciones que enfatizaban la verdadera humanidad de Cristo, en coexistencia de su divinidad que vertió en contra de las herejías apolinaristas, le hicieron parecer, décadas más tarde, como antecesor de las doctrinas del hereje Nestorio, llegándose a decir que afirmaba la existencia de dos Cristos, uno conformado por el hombre y el otro por el logos. Debido a estas condenas no se conservaron la mayor parte de sus obras.

Efrén de Siria, también conocido como Efraín de Nísibe o Nisibi, (Nisibis, Siria, 306 – Edesa, 373) fue un diácono y escritor. Fundó una escuela de teología en Nesaybin. Fue gran defensor de la doctrina cristológica y trinitaria en la Iglesia siria de Antioquía.

Eusebio de Cesarea (c. 275 – Cesarea, 339) fue obispo de Cesarea (313). Durante el Concilio de Nicea (325), tuvo cierto protagonismo. No era un líder nato, ni tampoco un pensador profundo, pero como hombre bastante instruido, cayó en la gracia del emperador, y acabó por sobresalir entre los más de 300 miembros que se reunieron en el Concilio. Tomó una posición moderada en la controversia, y presentó el símbolo (credo) bautismal de Cesarea que acabó por convertirse en la base del Credo de Nicea. Al final del Concilio, Eusebio suscribió sus decretos.

Gregorio de Nisa, san (Cesarea de Capadocia, entre330 y 335 – Nisa, Capadocia, entre  entre 394 y 400) también conocido como Gregorio Niseno, fue obispo de Nisa en Capadocia y teólogo. Considerado entre los cuatro Padres griegos de la Iglesia y uno de los tres Padres Capadocios. Fue hermano menor de san Basilio el Grande y amigo de Gregorio Nacianceno. En el Concilio de Constantinopla (381), usó la filosofía platónica, afirmando la unidad y la Divinidad de las tres personas en una sola idea divina, tres personas distintas en un solo Dios verdadero.

Gregorio Nacianceno, san, (Nacianzo, Capadocia, 329 – Nacianzo, Capadocia, 389) fue arzobispo de Constantinopla. Influyó significativamente en la forma de la teología trinitaria, en los padres tanto griegos como latino, y es recordado como el “teólogo trinitario. Las contribuciones teológicas más significativas de Gregorio surgen de su defensa de la doctrina nicena de la Trinidad. Destaca especialmente por sus contribuciones en el campo de la pneumatología, esto es, la teología referente a la naturaleza del Espíritu Santo. A este respecto, Gregorio es el primero que usó la idea de procesión para describir la relación entre el Espíritu y las demás personas de la Trinidad: “El Espíritu Santo es verdaderamente Espíritu, viniendo en verdad del Padre pero no de la misma manera que el Hijo, pues no es por generación sino por procesión, puesto que debo acuñar una palabra en beneficio de la claridad”. Aunque Gregorio no desarrolla plenamente el concepto, la idea de procesión permanecería en la mayor parte del pensamiento posterior sobre el Espíritu Santo. Enfatizó que Jesús no dejó de ser Dios cuando se hizo hombre, ni perdió ninguno de sus atributos divinos cuando tomó la naturaleza humana. Es más, Gregorio afirmaba que Cristo era perfectamente humano, con un alma perfectamente humana. Igualmente proclamó la eternidad del Espíritu Santo, diciendo que las acciones del Espíritu Santo estaban de alguna forma ocultas en el Antiguo Testamento, pero se hicieron más claras desde la ascensión de Jesús al Cielo y el descenso del Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés. Él y los otros Padres capadocios ayudaron a desarrollar el término hipóstasis, o tres personas unidas en un solo Dios. Conforme las obras de Gregorio circularon por todo el imperio influyeron en el pensamiento teológico. Sus discursos eran citadas como autoridad por el Concilio de Éfeso (431), y era llamado Teólogo por el Concilio de Calcedonia /451).

Hilario de Poitiers, san, (Poitiers, c. 315 – Poitiers, 367) fue obispo de Poitiers. Se crió en el paganismo, pero su curiosidad le llevó a estudiar filosofía, especialmente el neoplatonismo y a la lectura de la Biblia. Descubrió a Orígenes, como también la gran producción teológica de los Padres orientales. Con estas bases escribe un riguroso estudio titulado De Trinitate, el tratado más profundo hasta entonces sobre el dogma trinitario.

Juan Crisóstomo o Juan de Antioquia, san, (Antioquía, 347 – Comana Pontica, c. 407) fue patriarca de Constantinopla. Confrontó a Teófilo, el patriarca de Alejandría, que quería someter a Constantinopla a su poder alegando que Juan seguía las enseñanzas de Orígenes. Fue un cruel y fanático antisemita.

Juan II (356 – 417) fue arzobispo de Jerusalén entre los años 387 y 417. Su autoridad fue severamente cuestionada en dos ocasiones por san Jerónimo, por entonces abad en Belén. Fue acusado primero (390) por enseñar las ideas de Orígenes, y luego (414) por apoyar a Pelagio.

Julio I, papa nº 35 de la Iglesia católica, entre 337 y 352, fecha de su muerte. Persiguió a los arrianos y sufrió también la persecución del emperador arriano Constancio (350). Fue el autor del calendario juliano al fijar la solemnidad de Navidad el 25 de diciembre, en vez del 6 de enero.

Osio de Córdoba, san, (Córdoba, 256 – Sirmio, en Serbia, 357) fue obispo de Córdoba y consejero del emperador Constantino I. Presidió el Concilio en Nicea (325), en el que participaron 318 obispos. Osio mismo redactó el Símbolo de la Fe (el Credo Niceno).

Paciano, san († entre 379 y 393) fue influido especialmente por los modelos exegéticos y teológicos africanos. Estuvo interesado, especialmente, en el tema de la penitencia. Distingue entre distintos tipo de pecados (cotidianos y graves), y anima a los fieles a confesar estos. Conocía ya la teología sobre el pecado original.

Potamio de Lisboa (siglo IV) fue el primer obispo de la ciudad de Olissipo (actual Lisboa). Profesó el niceanismo durante sus inicios obispales, pasándose hacia el 355 al arrianismo. Presionó al papa Liberio para que este rompiese con Atanasio y se adhiriese a la fórmula del sínodo de Sirmio (351). Participó también en la redacción de la segunda fórmula propuesta en un segundo sínodo en Sirmium, con un acento aún más arriano. Hacia 360, regresó a la ortodoxia católica, tras la muerte del emperador arriano Constancio II.

Siricio (Roma, 334 – Roma, 399) fue el 38º papa de la Iglesia católica, oficiando de pontífice desde 384. Fue el primer papa en utilizar su autoridad en sus decretos utilizando palabras como: “Mandamos”, “Decretamos”, “Por nuestra autoridad...” en el estilo retórico típico del emperador. Fue también el primero en usar el título de Papa. Decretó el celibato para los clérigos.



CONSTANTINO



Constantino I el Grande (Naissus, Serbia, c. 272 – Nicomedia, Turquía, 337) fue un emperador romano que llegó por amarga experiencia al convencimiento  de que el engrandecimiento y la unidad del Imperio pasaba por la lucha por el poder absoluto y por la adopción del cristianismo como la religión principal. La despiadada lucha por el poder comenzó justamente cuando fue proclamado césar por sus tropas en Eboracum, actual York, Britania, en 306, apenas muerto su padre, el augusto césar.
Comenzaba un período de 20 años de cruentas guerras internas que culminarán con su asunción al poder absoluto. Al final del año 307 quedaban 4 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio y un césar, Maximino Daya. Al final del año 310 la situación era aún más confusa con 7 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio, Maximino, Domicio Alejandro y Licino. En este convulso entorno comenzaron a desaparecer candidatos: Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano se suicidó asediado por Constantino y Galerio falleció por causas naturales. Finalmente, Majencio fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido por Constantino en la batalla del Puente Milnio, en las afueras de Roma, el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y Licinio selló el destino de Maximino que se suicidó tras ser vencido por Licinio en 313. Finalmente, tras las victorias sobre Licino en la batalla de Adrianópolis y la batalla naval de Crisópolis (324) Constantino logró ser reconocido como el único emperador romano, en 326, dando nacimiento a la monarquía absoluta, hereditaria y por derecho divino.

Sin ahora rivales Constantino pudo fundar Constantinopla que obedecía a su política imperial de adoptar al cristianismo como religión oficial, recuperar militarmente vastos territorios que estaban en manos de bárbaros, introducir importantes cambios que afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del bajo imperio, reformar la corte, las leyes y la estructura del ejército. En 312, antes de ganar la crucial batalla del Puente Milvio, la tradición dice que tuvo la visión de una cruz en el cielo y un sueño que mostraba una cruz con la inscripción, “Con este signo vencerás”, luego de lo cual se convirtió al cristianismo. Lo cierto es que si hubo conversión, ésta fue fríamente calculada en vista a la enorme influencia que el cristianismo estaba teniendo. En 313, y probablemente aconsejado por el obispo Osio de Córdoba, Constantino se reunió con Licinio en Milán, donde promulgaron el Edicto de Milán, declarando que se permitiese a sus súbditos seguir la fe de su elección. Con ello, se retiraron las sanciones por profesar el cristianismo, bajo las cuales muchos habían sido martirizados como consecuencia de las persecuciones a los cristianos, y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Una serie de seis edictos más fueron promulgados hasta 323, con lo que se completó una revolución en la base de la sociedad romana. Tras esta nueva legislación, se permitió la construcción de nuevas iglesias y los obispos cristianos, que obtuvieron variados privilegios, adoptaron unas posturas agresivas en temas públicos que nunca antes se habían visto en otras religiones. Constantino calculaba que el imperio sería más seguro si descansaba sobre súbditos cristianos que sobre intrigas palaciegas o un ejército de mercenarios. El nuevo régimen permitió que el cristianismo se extendiera dentro de los confines del imperio y los cristianos llegaran a ser la gran mayoría.

En 325, Constantino convocó el Primer Concilio de Nicea que legitimó al cristianismo, lo cual fue esencial para su expansión. Aunque el cristianismo no se convertiría en religión oficial del Imperio hasta el final de aquel siglo, un paso que daría Teodosio en el 380 con el Edicto de Tesalónica, Constantino dio un gran poder a los cristianos, una buena posición social y económica a su organización, concedió privilegios e hizo importantes donaciones a la Iglesia, apoyando la construcción de templos y dando preferencia a los cristianos como colaboradores personales. Adoptó el cristianismo como sustituto del paganismo oficial romano, llegando a ser el primer emperador cristiano. Su reinado llegó a ser un momento crucial en la historia del cristianismo. Fue cuando emergió la Iglesia con “i” mayúscula: la Iglesia imperial.

La Iglesia

Al elevar a Jesús de Nazareth a la categoría divina la Iglesia naciente se hizo imperial y nuevas formas fueron adoptadas. La cena eucarística paulina se transformó en el sacrificio de la misa, la humilde mesa de comedor que el feligrés ofrecía a su comunidad para la cena eucarística se transformó en un altar sacrificial. Su acogedor hogar devino en magnífico templo de adoración y sacrificio.

Poco después de la batalla del Puente Milvio, Constantino entregó al papa Silvestre I un palacio romano que había pertenecido a Dioclesiano y anteriormente a la familia patricia de los Plaucios Lateranos, con el encargo de construir una basílica de culto cristiano. El nuevo edificio se construyó sobre los cuarteles de la guardia pretoriana de Majencio, convirtiéndose en sede catedralicia. Actualmente se la conoce como Basílica de San Juan de Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra basílica en Roma, en la colina del Vaticano, que era el lugar donde según la tradición cristiana martirizaron a san Pedro. En el 326, financió la construcción de la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Su programa de construcción de iglesias hizo expandir de forma crucial la fe cristiana y permitió un considerable incremento del poder y la influencia del clero.

Inmediatamente después de su plena legalización, la Iglesia cristiana comenzó a atacar a los paganos. Entre 326 y 330, Constantino también colaboró en esta empresa, ordenando la destrucción de todas las imágenes de los dioses y la confiscación de los bienes de los templos. Entre el siglo IV y el siglo VI muchos templos paganos y las imágenes de sus dioses fueron destruidos por las hordas cristianas, sus sacerdotes y miles de creyentes paganos fueron perseguidos y asesinados.

Por otra parte, demostrando su autonomía como emperador, Constantino retendría el título de pontifex maximus hasta su muerte, un título que los emperadores romanos llevaban como cabezas visibles del sacerdocio pagano. Tampoco patrocinaría únicamente al cristianismo. Después de obtener la victoria en el Puente Milvio, mandó erigir un arco triunfal, el Arco de Constantino, construido en 315 para celebrarlo. El arco no contiene ningún simbolismo cristiano. En 321, Constantino dio instrucciones para que los cristianos y los no cristianos debieran estar unidos en la observación del “venerable día del sol”, que hacía referencia a la esotérica adoración oriental al sol que Aureliano había ayudado a introducir. Las monedas todavía llevarían los símbolos de culto al sol (Sol Invictus) hasta el 324. Incluso después de que los dioses paganos hubiesen desaparecido de las monedas, los símbolos cristianos aparecían sólo como atributos personales de Constantino. Incluso cuando Constantino dedicó la nueva capital de Constantinopla, que se convertiría en la sede de la cristiandad bizantina durante un milenio, lo hizo usando la diadema de rayos de sol de Apolo.

Constantino había constatado que el cristianismo se estaba constituyendo rápidamente en una pujante fuerza social, cultural, intelectual y moral de primera magnitud en el imperio. En 312, para el Edicto de Milán, existían ya entre 1000 y 1500 episcopados repartidos por todo el territorio el Imperio romano. El 15% de sus habitantes profesaban esta fe, atravesando transversalmente todos los estratos de la sociedad; eran disciplinados, sumisos y probos, y entre ellos estaban las personas más ilustradas de su tiempo. Después de luchar encarnizadamente por la unidad del Imperio y el poder absoluto contra sus competidores al trono imperial Constantino vio en esta religión la amalgama para los heterogéneos habitantes del imperio. El cristianismo había sido una religión que guardaba la organización paulina en base de unidades episcopales autónomas. Para constituirse en la Iglesia y transformarse posteriormente en la Cristiandad el cristianismo debió adquirir unidad en doctrina y autoridad religiosa e imperial. Ambas fueron tareas que durarían siglos, pero que los dirigentes episcopales se pusieron con ahínco a trabajar apenas Constantino no sólo terminó con la persecución religiosa, sino que les demandó unidad dogmática en favor de la unidad del Imperio romano. La demanda imperial por la unidad cristiana bien valía la ortodoxia, aunque fuera forzada, y la consecuente persecución de los herejes. Sin embargo, Constantino utilizó la Iglesia en su política imperial, restándole la independencia que anteriormente gozaba.

Los concilios

Constantino descubrió prontamente que los cristianos estaban muy divididos en torno a definir la naturaleza de Cristo. Por ello, convocó al Concilio de Nicea. Fueron los concilios los que sentaron la unidad de doctrina y los metropolitanos los que centraron la autoridad local. Un concilio ecuménico era una asamblea celebrada por la Iglesia con carácter general a la que eran convocados todos los obispos para reconocer la verdad en materia de doctrina o de práctica y proclamarla. Los concilios de los siglos IV y V fueron griegos, fueron convocados por los emperadores y fueron presididos por metropolitanos. En el Concilio de Constantinopla I (381) se enumeran cuatro patriarcados como cúspide de la organización eclesiástica que son el Patriarca de Alejandría, el Patriarca de Antioquía y el Patriarca de Constantinopla y el Patriarca de Occidente, Papa y obispo de Roma. En el concilio de Calcedonia (451) se incluyó el Patriarcado de Jerusalén, por tener una importancia simbólica dentro de la Iglesia.

La cristología fue la preocupación fundamental a partir del Primer Concilio de Nicea (325) hasta el Tercer Concilio de Constantinopla (680). A lo largo de este período, los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. En algunos casos, la principal característica distintiva de una secta era su cristología; y, en estos casos, era común que la secta fuera conocida por el nombre dado a su cristología. En el Concilio de Nicea y en el Primer Concilio de Constantinopla (381), se estableció la doctrina oficial de la Iglesia católica, que abarcaba todo el territorio del Imperio romano (desde España hasta Siria). Esta instituyó que Cristo es eterno, una encarnación divina consustancial con Dios Padre, una sola persona pero con dos naturalezas: completamente divina y completamente humana. Hasta el siglo VII sucesivos concilios condenaron doctrinas que diferían de la del Credo niceno en materias cristológicas.

Los concilios griegos fueron los siguientes:
  • Nicea I (325) fue convocado por Constantino I y presidido por el obispo Osio de Córdoba. Formuló el Credo Niceno, definiendo la divinidad del Hijo de Dios.
  • Constantinopla I (381) fue convocado por Teodosio I y presidido sucesivamente cuatro patriarcas. Formuló la segunda parte conocida como Credo Niceno Constantinopolitano, definiendo la divinidad del Espíritu Santo. Se condenó el macedonismo.
  • Efeso (431) fue convocado por Teodosio II y presidido por Cirilo de Alejandría, definiendo que Jesús es una persona y no dos personas distintas. Se condenó el nestorianismo.
  • Calcedonia (451) fue convocado por Marciano y presidido por Anatolio de Constantinopla. Proclamó a Jesucristo como totalmente divino y totalmente humano, dos naturalezas en una persona. 
  • Constantinopla II (680) fue convocado por Justiniano I y presidido por Eutiquio de Constantinopla. Confirmó las doctrinas de la Santa Trinidad y la persona de Jesucristo. Se condenaron los errores de Orígenes, varios escritos de Teodoreto, de obispo Teodoro de Mopsuestia y del obispo Ibas de Edesa.
  • Constantinopla III (680-681) fue convocado por Constantino IV y presidido por él en persona. Definió dos voluntades en Cristo: divina y humana, como dos principios operativos. Se condenó el monotelismo.
  • Nicea II (787) fue convocado por Irene, regente de Constantino VI, y presidido por Tarasio de Constantinopla. Afirmó el uso de íconos como genuina expresión de la fe cristiana, regulándose la veneración de las imágenes sagradas.
  • Constantinopla IV (869 a 870) fue convocado por Basilio I. Fue depuesto Focio y rehabilitado Ignacio. No fue reconocido por la Iglesia ortodoxa en la que Focio era un santo teólogo.

Las controversias de la Iglesia, que habían existido entre los cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora aventadas en público, y frecuentemente de forma violenta. Constantino, que nada sabía de teología, consideraba que era su deber como emperador, designado por Dios para ello, calmar los desórdenes religiosos, y por ello convocó el Primer Concilio de Nicea para terminar con algunos de los problemas doctrinales que infestaban la nueva Iglesia. Su principal preocupación era la unidad del Imperio, la cual se podría ver resquebrajada debido a estas divergencias en esta Iglesia que había sido llamada por Constantino para unificar el Imperio.

Constantino inauguró el concilio vestido imponentemente, dio un discurso inicial ataviado con telas y accesorios de oro, para demostrar justamente el poderío del Imperio por un lado, y el apoyo e interés al concilio desde el Estado por el otro, lo que debió haber contrastado con las austeras vestimentas de los prelados. El Estado proveyó de comida y alojamiento, e incluso de transporte, a los clérigos que convergieron a Nicea para el concilio, que fue el primer Concilio Ecuménico (universal), con la participación de 318 obispos (la mayoría de habla griega). La importancia de este concilio residió en la formulación del Credo Niceno, redactado en griego, no en latín, y que esencialmente permanece inalterado en su mensaje 1700 años después, y en establecer la idea de la relación Estado-Iglesia que permitiría la expansión del cristianismo con una vitalidad inédita. Sin embargo, Constantino debió haber quedado muy desilusionado, pues las disputas teológicas no solo no habían terminado, sino que habían cobrado un renovado y vigoroso impulso.

Cristología

Las disputas cristológicas fueron una serie de polémicas sobre la naturaleza de Jesús/Cristo mantenidas en el seno de la Iglesia durante los primeros siglos de su historia. Entre Nicea I y Constantinopla III los diferentes puntos de vista cristológicos de los grupos de la comunidad cristiana llevaron a acusaciones de herejía, y, en algunos casos, a la posterior persecución religiosa. Formalmente, la cristología es la parte de la teología cristiana que dedica su estudio al papel que desempeña Jesús de Nazaret desde los puntos de vista tanto humanos como divinos, bajo el título de Cristo o Mesías. Para esta rama los detalles menores de su vida no fueron relevantes, y sí lo fueron las naturalezas humana y divina de Cristo, la interrelación e interacción entre estas dos naturalezas, la Encarnación, la Redención y los eventos más importantes de su vida: su nacimiento, su muerte y su resurrección. La cristología entonces también abarcó cuestiones concernientes a la naturaleza de Dios como la Trinidad, el Unitarianismo. La creencia fundamental cristiana era (y es) que a través de la muerte y resurrección de Jesús como Hijo de Dios, el pecado original de los seres humanos son perdonados, la humanidad se reconcilia con Dios y con ello se les ofrece la salvación y la promesa de vida eterna.

Las polémicas entre ortodoxos y herejes acerca de la naturaleza de Jesús de Nazaret giraban en torno a conceptos de la filosofía griega, en particular platónica, y también de origen hebraico, como espíritu, materia, alma, cuerpo, divino, humano, bien, mal, encarnación, resurrección, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, substancia, logos, consubstancialidad, hipóstasis, persona, criatura, creación, preexistencia, eternidad, etc. Existía la pretensión generalizada de poder comprender la misteriosa e inalcanzable realidad con la pura razón, y la excesiva confianza de poder conocer o rememorar el mundo de las Ideas de Platón. Las controversias no estuvieron relacionadas con la defensa de la ortodoxia contra la herejía, sino que estuvo más bien relacionada con la búsqueda de la ortodoxia a través del método de ensayo y error. En estas controversias todos los participantes cambiaron sus posturas en un momento u otro.

Las controversias trataron en el fondo de dar interpretaciones a pasajes de las Sagradas Escrituras hebraicas o judías a través de particulares premisas teológicas o filosóficas griegas. Por ejemplo, en la confrontación teológica entre Arrio y el obispo Alejandro, en 318, el primero adoptó una postura conservadora a tono con sus conocimientos de la escritura. En cambio, el segundo fue mucho más innovador al seguir los postulados de Orígenes basados en la filosofía griega. La controversia se dio como un choque entre las escrituras y la filosofía griega, o más bien, cómo explicar las escrituras de una primitiva y remota cultura de Palestina desde el elaborado y racional punto de vista de la filosofía griega. El arrianismo resultó finalmente derrotado, y como la historia la escriben los vencedores, Arrio quedó estigmatizado como el archi hereje que quiso sentar una nueva teología que la ortodoxia debió destruir.

Estas polémicas no eran banales. Lo que subyacía en algunos era la sincera fidelidad a la verdad de Jesús; otros tenían una mentalidad más abstracta y lógica, y otros estaban ciertamente más preocupados de aprovechar las nuevas oportunidades de poder, privilegio, dominio y engrandecimiento de la Iglesia que Constantino estaba ofreciendo a cambio de trabajar por la unidad del Imperio y su propia autoridad imperial. Para ello, debían conseguir la unidad de doctrina al interior de la Iglesia.

Los Padres de la Iglesia fueron tanto los estrategas como los soldados en las batallas por la uniformidad dogmática. Cuando más arreciaba la lucha, mayor fue la cantidad de Padres que fueron reconocidos. El siglo IV, que fue pródigo en conflictos teológicos, fue cuando existió el mayor número de Padres registrados, concentrado el 48% de los Padres que existieron entre el siglo II y el siglo VIII. En el siglo VIII el dogma ya había sido consolidado.

Las principales corrientes cristianas que intervinieron en las disputas cristológicas se pueden agrupar en tres categorías principales: el trinitarismo, el unitarismo, y la unicidad de Dios. El Trinitarisno es la posición doctrinal de la Iglesia católica. Cree que hay un Dios, que existe como una pluralidad de tres personas divinas y distintas, que comparten los mismos atributos y la misma naturaleza divina. En el trinitarismo, Jesucristo es considerado como la segunda persona de la Santísima Trinidad.

El Unitarismo cree que sólo hay un Dios que es indivisible, y niega la deidad de Jesucristo. En el unitarismo Jesús es considerado como un semidiós, o simplemente como una criatura. Dentro de los principales grupos unitarios encontramos el apolinarismo, arrianismo, marcionismo, monofisismo, monotelismo, nestorianismo, origenismo, priscilianismo y Patripasianismo.
  • El apolinarismo, creado por el teólogo Apolinar de Laodicea (Laodicea, c. 310 - Constantinopla, c. 390), afirmaba que en Cristo el espíritu estaba sustituido por el Logos divino, con lo que implícitamente negaba su naturaleza humana. Fue condenado en el Primer Concilio de Constantinopla, en el año 381.
  • El arrianismo, fundado por el presbítero de Alejandría Arrio (Libia, 256 – Constantinopla, 336), fue diametralmente opuesto al apolinarismo al negar la consustancialidad (homoousia) del Hijo (Cristo) con el Padre (Dios), ya que Cristo es una criatura creada como todas las demás. Esta doctrina fue derrotada en el Concilio de Nicea (325) y Arrio fue relegado a Iliria, de donde fue formalmente llamado a instancias de Constantino que buscaba una reconciliación entre ambas partes. Años después la herejía fue favorecida por el emperador Constancio II (337-361) y también fue adoptada oficialmente por el reino visigodo en España hasta su rechazo por el rey Recaredo, en 589, cuando se convirtió a la fe católica. Esta doctrina fue rechazada finalmente por Teodosio I (379-395).
  • El marcionismo, predicado por Marción de Sínope (Ponto, c. 85 – Roma, c. 160), afirmaba la existencia de dos espíritus supremos, uno bueno y otro malo, y consideraba al Dios del Antiguo Testamento un inferior de éstos, simple modelador de una materia preexistente, y que Jesús no se encarnó jamás, que su cuerpo fue sólo apariencia, por lo que negaba la encarnación del Verbo, así como la resurrección de los muertos, y concluye que ambas religiones son paralelas y que tienen por única conexión a la geografía.
  • El monofisismo, herejía iniciada por el monje griego Eutiques (Constantinopla, 378 – 454), afirmaba que en Cristo existe una sola naturaleza, la divina. Actualmente la Iglesia Copta de Egipto y las Ortodoxas de Siria (jacobitas), Armenia y Eritrea son monofisitas.
  • El monotelismo, herejía predicada por el patriarca Sergio I de Constantinopla (c. 565-638), admitía en Cristo dos naturalezas, la humana y la divina, y una única voluntad (intentado de ser una solución de compromiso entre la ortodoxia cristiana y el monofisismo); para la ortodoxia había dos, de lo contrario Jesús no hubiera sufrido tanto en la cruz como humano. La herejía fue condenada en el Tercer concilio de Constantinopla, entre los años 680 y 681, en el que se estableció la doctrina católica de las dos voluntades.
  • El nestorianismo, herejía propuesta por Nestorio (Siria, c. 386 – Libia, c. 451), monje cristiano sirio y patriarca de Constantinopla,  afirmaba que en el Verbo (Jesucristo, tal como está descrito en el evangelio de Juan 1:1) existían dos personas, la divina (Cristo, hijo de Dios) y la humana (Jesús, hijo de María), sosteniendo que Cristo era un hombre en el que había ido a habitar Dios, por lo que Cristo estaba radicalmente separado en dos naturalezas (difisismo). En la cruz, por lo tanto, sólo había muerto el humano, sin haber sufrido el dios. Fue condenada en el Concilio de Éfeso (431). Actualmente los cristianos asirios, en Irak, mantienen esta creencia.
  • El origenismo, difundido por el monje, escritor y místico del siglo IV Evagrio Póntico, afirmaba la eternidad y pre-existencia de las almas humanas. Una de esas almas habría sido la de Cristo, en quien se encarnó el Verbo de Dios, con el objetivo de conseguir la salvación de los hombres. Fue rechazada en el segundo concilio de Constantinopla (553).
  • El priscilanismo, predicado por el obispo hispano Prisciliano de Ávila (¿Gallaecia?, c. 340 – Treverorum, actual Tréveris, 385) y basado en los ideales de austeridad y pobreza, negaba el dogma de la Trinidad y la encarnación del Verbo, ya que atribuía a Jesús un cuerpo solo aparente. Fue condenado en el concilio de Braga, en el año 563. Prisciliano junto a otros compañeros fueron los primeros sentenciado a muerte acusados de herejía, ejecutados por el gobierno secular, en nombre de la Iglesia Católica.
  • El patripasianismo, también conocida como sebelianismo al ser su principal defensor el obispo Sabelio,.fue una doctrina cristiana moniarquista de los siglos II y III que negaba el dogma de la Trinidad al considerar la misma como tres manifestaciones de un ser divino único, sosteniendo que fue el mismísimo Dios Padre quien había venido a la Tierra y había sufrido en la cruz bajo la apariencia del Hijo. Esta doctrina fue considerada herética tras ser condenada en 261 por el Concilio de Alejandría.

Los antiguos creyentes de la Unicidad de Dios, fueron etiquetados por sus oponentes como modalistas, o sabelianitas.
  • El modalismo, también fue conocido como moniarquisno modalístico, enfatizaba que el Rey del universo es uno solo, y modalismo que Dios se ha manifestado al hombre de diversos modos. El monarquianismo modalístico identificaba a Jesucristo como Dios mismo (el Padre) manifestado en carne. El Modalismo, se oponía férreamente contra el dogma de la Trinidad. De acuerdo con la concepción trinitaria, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son cada una de las tres personas de la trinidad. En cambio, los modalistas explicaban que de acuerdo con la Biblia estos términos nunca pretendían hacer distinciones de tres personas eternas dentro de la naturaleza de Dios, sino que simplemente se referían a modos (o manifestaciones) de Dios. En otras palabras, Dios es un ser individual y único, y los diversos términos usados para describirle (tales como Padre, Hijo, y Espíritu Santo) son designaciones aplicadas a las diferentes formas de su accionar o a las diferentes relaciones que El tiene para con el hombre.

Epílogo

Constantino pronto llegó a caer en cuenta que se había metido en un juego peligroso. Por demandar la ayuda de la Iglesia para consolidar el Imperio estaba arriesgando su poder absoluto. Personalmente, él no tenía duda alguna que su autoridad imperial provenía del mismo Dios, pero el juego que estaba haciendo la Iglesia por su parte era identificar a Cristo, su fundador, con Dios mismo, ya que en aquella época si hasta el emperador César Augusto había sido deificado. El título de pontifex maximus le podía ser arrebatado por algún sucesor de san Pedro, la piedra sobre la cual Cristo había edificado su Iglesia. Por ello Constantino prefirió estar de parte de Arrio. Él no fue bautizado hasta cerca de su muerte, en 337, eligiendo para ser bautizado al obispo arriano Eusebio de Nicomedia.



AGUSTÍN



Agustín de Hipona, san, (Tagaste, actual Souk-Ahras, Argelia, 354 – Hippo Regius, actual Annaba, Argelia, 430) tuvo una profunda influencia en la historia de la Iglesia latina. Agustín aceptó absolutamente la filosofía griega y confió en ella. Su pensamiento cristiano estaba en línea con la especulación filosófica de su época. Leyó a los platónicos con ojos cristianos y a los cristianos con ojos platónicos; a todos los asimiló e interpretó a su propio modo. Subordinaba la razón y la filosofía a los intereses del cristianismo y a la autoridad de Cristo. Filosofaba continuamente y sobre todo, pero siempre al servicio de la sabiduría cristiana. Afirmaba que la fe necesita la razón para entender lo que creemos. Cuando filosofaba lo hacía inspirado por Platón. Suponía que entre el cristianismo y Platón había una continuidad y un acuerdo fundamental. Se presentaba a sí mismo como un Platón cristiano.

Agustín cursó sus estudios en Tagaste, Madaura y Cartago. En su Confesiones hace una severa crítica de sí cuando estudiante en Cartago. A los 17 años se procuró una concubina, y de ella tuvo el año siguiente un hijo. Su primera lectura de las Escrituras, cuando niño, a instancia de su madre, santa Mónica, le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Más tarde, inspirado por el tratado Hortensius de Cicerón, se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, que le llevó a pasar de una escuela filosófica a otra. Adicionalmente, estaba obsesionado por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida. Se preguntaba cómo Dios, que era toda bondad, permitía la existencia del mal en el mundo, lo que, a sus 19 años, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, que era una filosofía dualista persa influenciada por el gnosticismo. Esta doctrina afirmaba la existencia de dos principios, el bien y el mal, y ambos eran igualmente eternos y en eterno conflicto entre ellos. El alma es el principio de la luz y el cuerpo es el de la oscuridad. Esta explicación que liberaba su conducta de toda responsabilidad le aligeraba la culpa por su propio comportamiento moral que lo atormentaba. Nueve años más tarde, abandonó el maniqueísmo cuando el obispo maniqueo Fausto no le pudo dar respuestas racionales a sus preguntas, sino palabras poco documentadas más cerca de la magia que de la razón.

Decepcionado con los maniqueos, Agustín fue a Roma (383), abrió una escuela de elocuencia y decidió por el escepticismo. Simultáneamente, tuvo contactos con un círculo de neoplatónicos de la capital, uno de cuyos miembros le dio a leer las obras de Plotino y Porfirio, que determinaron su conversión intelectual. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó sus convicciones maniqueístas y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza del mal. A partir de la idea de que “Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no depende de nada”, comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida o ausencia de bien, y en ningún caso como sustancia. La unidad de una realidad jerárquica y gradual resolvía la dualidad maniquea y superaba su escepticismo y materialismo, pero no superaba su problema moral.

En 384, Agustín ganó la cátedra de Retórica de Milán y conoció al obispo Ambrosio y su gran elocuencia y calidez. Como catecúmeno del obispo, se convirtió al cristianismo, lo que le hizo cambiar de opinión acerca de la Iglesia, la fe, la exégesis y la imagen de Dios. La conversión religiosa sobrevino poco después (386), de un modo inopinado, haciéndose al mismo tiempo cristiano y monje, influido por un ideal de perfección, y decidió vivir en ascesis. Se consagró al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra y se retiró cerca de Milán para dedicarse por completo al estudio y la meditación. Ya bautizado, regresó a África. Se retiró con unos compañeros para hacer vida monacal, y comenzó a planear una reforma de la vida cristiana. En 391, en viaje a Hipona, fue ordenado sacerdote. En 395 fue consagrado obispo.

Agustín combatió la herejía maniquea y participó en dos grandes conflictos religiosos, el uno contra los donatistas, secta que sostenía que eran inválidos los sacramentos administrados por eclesiásticos en pecado. El otro, contra Pelagio, un monje británico de la época que negaba la doctrina del pecado original. Durante este conflicto, que duró mucho tiempo, Agustín desarrolló sus doctrinas sobre el pecado original, la gracia divina, la soberanía divina y la predestinación. Participó en los concilios regionales, en los cuales se sancionó definitivamente el Canon bíblico. Los últimos años de su vida se vieron turbados por la guerra. Los vándalos sitiaron su ciudad y tres meses después (430) murió en pleno uso de facultades y de su actividad literaria.

Razón y fe y el problema del conocimiento

Antes de buscar la verdad que añoraba, Agustín, que había sido escéptico, estaba afligido por encontrar la certeza en el conocimiento. La escuela de los Académicos aseguraba que la certeza es imposible, ya que no se puede confiar en el conocimiento entregado por los sentidos. Ahora como platónico, Agustín pensaba que la certeza puede lograrse solo a través de la mente. Usaba como ejemplo de conocimiento necesario e inteligible, que nos trasciende, el hecho de las verdades matemáticas y éticas, que no provienen de impresiones sensibles contingentes ni tampoco a través de una mente individual. Escribía en Contra Académicos que “yo estoy absolutamente cierto que yo soy, y que yo conozco y amo esto”. Había resuelto el problema de la certeza del conocimiento en el subjetivismo. La verdad no se encuentra en el mundo externo, sino en el interior de uno mismo.

Resuelto para él el problema de la certeza, Agustín recurrió, en su perenne búsqueda de la verdad, a la razón y a la fe: la razón según la filosofía platónica de la iluminación y la fe según las Sagradas Escrituras. Manteniéndose en un plano idealista y lejano de la experiencia sensible, para él razón y fe no son más que medios que se exigen mutuamente para encontrar la verdad, no se excluyen, sino que se complementan. Ni creer es algo irracional, ni el conocimiento racional destruye la fe. Agustín decía, “cree para comprender y comprende para creer”, proponiendo que la fe se sitúe al comienzo y al final de la especulación racional, donde la fe es guía y pauta de la razón; por otro lado la razón dirige al hombre hacia la fe, eliminando las dudas y consolidando el conocimiento racional.

Puesto que Agustín, inspirado siempre en Platón, supone que en el hombre existe una sustancia material y otra espiritual, habría también dos tipos de conocimiento, el sensitivo y el intelectual. El conocimiento sensitivo informa de las cosas sensibles, incluido el propio cuerpo, y es necesario para la vida práctica. Además, este conocimiento del mundo sensible, temporal y cambiante, que sirve para resolver las necesidades prácticas de la vida es también común a los animales. Pero el hombre dispone además de la razón. Con ella puede alcanzar un conocimiento más elevado, que es el conocimiento inteligible, como los objetos matemáticos. También puede conocer las esencias, que es lo inmutable, necesario, universal y eterno, y que pertenecen al mundo inteligible, e incluso puede conocer a Dios.

Dios y el conocimiento

El conocimiento objetivo no depende del mundo sensible ni tampoco de la mente humana, sino que, pensó Agustín, está referido al mundo inteligible. La mente solo tiene que aceptar sus verdades y reconocer que poseen una validez absoluta, independiente del sujeto que las considera. La verdad es una y la misma para todas las personas, es inmutable y eterna; pero dado que nuestra razón es limitada, temporal y finita, es necesario el auxilio de algo que también sea eterno e inmutable, y aquello es Dios. Las ideas ejemplares y las verdades eternas están en Dios.

El punto de partida de Agustín para probar la existencia de Dios no so las Sagradas Escrituras, sino Platón. El argumento principal parte de las Ideas eternas que se encuentran en el interior del alma de todos los hombres. Las Ideas son universales, inmutables y necesarias, como los primeros principios de la razón a las que nos tenemos que someter. Su fundamento no son las cosas físicas del mundo sensible, pues son realidades contingentes, cambiantes y mortales. Puesto que estas Ideas nos trascienden, debe existir algún ser que posea sus características y sea su fundamento, y este ser es Dios. Probar la existencia de verdades es lo mismo que probar la existencia de Dios, que es la verdad misma. Dado que es tan superior y distinto de las cosas finitas, no podemos conocerlo con total fidelidad, pero sí cabe una cierta comprensión de su ser. Agustín concebía a Dios como eterno, inmutable e idéntico a sí mismo, y por tanto el verdadero ser y opuesto a cualquiera que cambie y mute. Dios es el ser mismo porque no cambia. Además, para él Dios es trino y es el principio y fuente de todos los seres, la realidad plena, inmutable, infinita, única, simple, eterna y perfecta; es el Bien, la Verdad, la Belleza y el Ser.

También probar la existencia de verdades prueba, para Agustín, la existencia de nuestra alma inmaterial, pues si ésta contiene verdad inmortal, también es inmortal. El hombre tiene que conocer solo a Dios y su alma. A partir de ahí él conocerá toda la realidad. Aristóteles había buscado la verdad en el mundo sensible. Agustín la busca en la interioridad. Lo anterior no significa que los seres humanos seamos puramente espirituales. Nuestras almas espirituales están unidas a cuerpos materiales. La relación entre el alma y el cuerpo definen el conocimiento sensible. Cuando el cuerpo es afectado por la acción de otros cuerpos, el alma dirige su atención a dicha perturbación. Agustín definió la sensación como el acto espiritual de poner atención a lo que ocurre en el cuerpo.

Para Agustín la acción iluminadora de Dios para conocer el mundo inteligible no es un auxilio sobrenatural, sino algo estrictamente racional. La luz natural de la razón procede de Dios y permite al alma (intelecto) contemplar las verdades eternas, universales y necesarias. Agustín no aceptaba la doctrina aristotélica de la abstracción. Los neoplatónicos habían dicho que lo Uno irradia luz sobre toda la realidad, lo que resultaba compatible con la concepción evangélica que identifica a Cristo con la luz del mundo. Agustín formuló la teoría de la iluminación: Dios, que es la razón eterna, es la luz espiritual que ilumina la mente humana. Solo la iluminación divina puede explicar que nosotros, seres contingentes y cambiantes, podamos llegar a verdades necesarias y universales. La verdad que el hombre debe buscar en su vida no está en el mundo material, sino en un mundo de Ideas que reside en la mente divina, tesis que representa una cristianización de Platón. No obstante, no podemos alcanzar estas Ideas sin la luz de Dios. La iluminación es un nuevo modo de entender lo que Platón explicaba por medio de la preexistencia de las almas y la doctrina de la reminiscencia. No es necesario que el alma haya contemplado las verdades eternas en una vida anterior, lo que es necesario es que Dios eterno y inmutable abra nuestra mente para acceder a ellas. Y esta iluminación no es una visión o experiencia directa de la divinidad, sino la capacidad natural que Dios nos ha dado.

El problema del hombre

Para Agustín, de todas las sustancias finitas las más perfectas son los ángeles. Después viene el hombre, compuesto de alma y cuerpo. Su concepción del hombre se incluye en la tradición platónica al defender un claro dualismo antropológico: el hombre consta de dos substancias distintas, cada una de ellas completa e independiente, el alma y el cuerpo, siendo la primera superior en dignidad y ser al segundo. El alma es el guardián del cuerpo y cuida de éste. Por su parte, el cuerpo, aunque no malo en sí, pesa fuertemente sobre el alma. Como Plotino pero a diferencia de Platón, Agustín veía al alma prisionera del cuerpo como consecuencia de un castigo. El alma humana, como la de los animales, anima al cuerpo, está unida a él por una inclinación natural y está presente en cada parte del cuerpo. El alma vivifica el cuerpo, y produce la vida vegetativa, la sensitiva y la intelectiva. Sería inadecuado hablar de unión sustancial o de unión accidental al estilo helenístico. Más propio parece hablar de unión personal. A Agustín le parecía más fácil de explicar la unión hipostática que la unión de un cuerpo con un espíritu, siendo ambos elementos tan heterogéneos, disociables y separables.

El alma humana es una substancia espiritual, inmaterial, simple, lo que asegura su inmortalidad, de la que Agustín ofrece varios argumentos. Por su perfección, el destino más propio del alma es Dios. El alma humana no es una parte de Dios, pero sí su imagen, y con sus tres facultades principales, memoria, inteligencia y voluntad, que para S. Agustín se corresponden con la Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios se refleja de alguna manera en todos los seres, pero de forma especial su imagen está en nuestra alma, en lo más profundo de nuestro ser, por lo que el hombre puede elevarse al conocimiento y cercanía de Dios descubriendo y contemplando dicha huella divina.

Para Agustín está muy claro que el alma ha sido creada por Dios, pero no el tiempo y modo de dicha creación. Rechaza la tesis platónica de la preexistencia del alma, pero duda entre el traducianismo (transmisión del alma de padres a hijos a partir de Adán, y que mejor explica el dogma del pecado original) y el creacionismo (el alma creada en cada caso desde la nada). Durante toda su vida vaciló sobre las teorías del origen del alma. Al fin estaba dispuesto a aceptar la teoría creacionista, si alguien le resolvía la dificultad de la transmisión del pecado original.

El problema del pecado original y Pelagio

El pensamiento teológico de Agustín parte del reconocimiento que él hace, en 389, del pecado original como hecho histórico radical. Quería superar la paradoja de la relación entre la fe y la razón. Aceptando que la fe es la vía universal de la salvación, suponía que debe ser racional si la credulidad viciosa, producto del pecado, debe ser vencida. La sabiduría de este mundo resulta precaria; en cambio, la fe se constituye en régimen permanente del hombre caído. La fe cristiana ha de ser divina, y para eso tiene que apoyarse en el milagro. Cristo conquistó la “autoridad” divina con sus milagros, ofreciendo a la fe un camino racional. Pero para creer en Cristo su mediación reclama la nueva mediación de la Iglesia en la que apoyarnos. Y la incorporación a la Iglesia va ligada a la recepción del Bautismo.

Agustín tuvo un decidido contrincante: Pelagio (Islas Británicas, 354 – Palestina, 420) fue un ascético monje britano. Sufrió una dura persecución por parte de la Iglesia de Roma tras fundar una nueva corriente del cristianismo, considerada herética, que negaba el dogma del Pecado Original. Antes de esto había gozado de cierta popularidad entre la curia romana y del propio Agustín. Estudió teología y hablaba griego y latín con fluidez, pero a pesar de que sirvió como monje durante años, nunca llegó a ser realmente un clérigo. Comenzó a ser conocido en torno al año 400, cuando viajó a Roma. Sus obras se han perdido, sobreviviendo escasos fragmentos citados precisamente por sus oponentes.

Entre las mayores influencias de Pelagio está la cultura celta que impregnó con fuerza su formación personal. Ésta otorgaba una mayor responsabilidad personal sobre las acciones individuales. Por el contrario, los griegos y los latinos daban gran importancia al castigo de las culpas. Adicionalmente, el paganismo céltico defendía la existencia de una habilidad humana para el triunfo, incluso sobre lo sobrenatural, idea tan opuesta al pesimismo de Agustín referido al ser humano, pero que Pelagio debió haber aplicado a su concepción del pecado.

En Roma, Pelagio observó con preocupación el relajamiento de la moral cristiana en la sociedad, culpando de éste a la teología de la gracia divina que predicaban Agustín y otros monjes. Se dice que en torno al año 405 oyó una cita de las Confesiones de Agustín que decía “Dame lo que tú ordenes y ordena lo que tú hagas”. Pelagio mostró su preocupación ante la idea que esta nota encerraba, ya que la consideraba contraria a los postulados tradicionales del cristianismo sobre la gracia y el libre albedrío y sostenía que reducía al hombre al papel de mero autómata. En 410, Pelagio huyó de Roma asediada por los bárbaros y se instaló en Cartago.

La rápida difusión del pelagianismo en torno a Cartago, zona donde Agustín tenía su principal base, hizo que éste y sus seguidores fueran quienes atacaran de forma más pronta y dura las doctrinas de Pelagio. Entre 412 y 415, Agustín escribió cuatro obras dedicadas únicamente a discutir el Pelagianismo. Debido a la oposición surgida en África, Pelagio abandonó Cartago y se instaló en Palestina, donde también encontró oposición en la figura de san Jerónimo de Estridón y sobre todo en la de Orosio, un discípulo hispanorromano de Agustín. El hecho de que Pelagio no fuera juzgado como hereje después de algunos sínodos acusatorios contra él sorprendió enormemente a Agustín, que convocó un sínodo en Cartago en 418. Allí expuso nueve creencias que eran negadas por Pelagio:
La muerte es producto del pecado, no de la naturaleza humana.
Los niños deben ser bautizados para estar limpios del pecado original.
La “gracia justificante” cubre los pecados ya cometidos y ayuda a prevenir los futuros.
La gracia de Cristo proporciona la fuerza de voluntad para llevar a la práctica los mandamientos divinos.
No existen buenas obras al margen de la Gracia de Dios.
La confesión de los pecados se hace porque son ciertos, no por humildad.
Los santos piden perdón por sus propios pecados.
Los santos también se confiesan pecadores porque realmente lo son.
Los niños que mueren sin recibir el bautismo son excluidos tanto del reino de Dios como de la vida eterna.
En la actualidad, la Iglesia católica sigue defendiendo los ocho primeros puntos, pero rechaza el noveno al considerar que los niños que mueren sin ser bautizados “quedan confiados a la misericordia de Dios”.

Pelagio escribió dos obras perdidas hace tiempo, en las que volvía a defender su concepción de la naturaleza del pecado y arremetía una vez más contra Agustín, acusándole de estar bajo la influencia del maniqueísmo al elevar el mal al mismo nivel que Dios, y de contaminar la doctrina cristiana con un fatalismo de origen pagano. Pelagio discutió la idea de que los humanos pudiesen ser condenados al infierno por hacer algo que en realidad no podían evitar, el pecado, y la identificó con ideas típicas del maniqueísmo como el fatalismo y la predestinación, totalmente ajenas al concepto de libre albedrío de la humanidad. Defendió que la humanidad es capaz de evitar el pecado, y que la elección de obedecer las órdenes de Dios es responsabilidad de cada persona.

La gracia

Agustín creía que una vez cometido el pecado original histórico, la humanidad se había desdoblado en dos posturas muy diferentes: el pecado y la gracia; el infierno y el cielo. El “Paraíso” es el estado ideal del hombre, tal como Dios lo planeó y realizó. Pero ¿cómo se entiende psicológicamente el primer pecado dada esa perfección de los primeros padres? Para explicarlo, recurre a la seducción satánica por la cual el pecado fue total y sin atenuantes, ya que Adán se desprendió de Dios. Y puesto que Adán era el “Patriarca”, quedó roto el pacto original. La situación histórica del hombre, consecutiva al pecado, fue de pérdida de la justicia y la moralidad originales, y aparecieron las debilidades naturales: división, ignorancia, concupiscencia, mortalidad, posibilidad, etc. Perdida la unidad original, se perdió también la visión de Dios y con eso se perdió la libertad del amor, ya que la concupiscencia es una inclinación al mal. No se perdió, en cambio, el libre albedrío, si bien quedó amenazado por la situación. El hombre caído en lo sensible, lo carnal, no puede unirse directamente con Dios.

Agustín supone, como Pablo, varios periodos en la historia de la salvación. El primer periodo es la alianza natural, ya que el hombre, a pesar del pecado conservó las reliquias de la imagen de Dios. El segundo periodo es la Ley. El tercer periodo se inaugura con Cristo redentor. En la controversia pelagiana Agustín desarrolló la teología de la redención, la justificación y la gracia auxiliar, así como la de la muerte, la concupiscencia, el bautismo de los niños, la solidaridad humana (con Adán y con Cristo). Agustín sigue a Pablo afirmando que Cristo se encarnó para redimir a los hombres del pecado. La redención es necesaria pues nadie puede salvarse sin Cristo, pues Él es el único mediador en cuanto redentor. La clave para comprender su doctrina es la Cruz de Cristo, cuyo significado y eficacia defendió con energía. La redención es necesaria, objetiva y universal. La redención es objetiva, porque no consiste sólo en el ejemplo, sino que la reconciliación con Dios; también ella es universal, ya que Cristo murió por todos los hombres. Todos los hombres tienen necesidad de ser justificados en Cristo. La justificación lleva consigo la remisión de los pecados y la renovación interior que comienza aquí en la tierra y llega a su perfección después de la resurrección. Porque Cristo ha reconciliado a todos los hombres con Dios, Él es tanto el sacerdote como el sacrificio.

Para llegar a la justificación y perseverar en ella se necesita la gracia divina que consiste en la inspiración de la caridad, del Espíritu Santo, para que hagamos con amor lo que conocemos que hay que hacer. Agustín defendió la necesidad, la eficacia y la gratuidad de la gracia. Sobre el misterio de la predestinación que sintió muy profundamente, puso de relieve la gratuidad de la salvación. Tanto el comienzo de la fe como la perseverancia final son dones de Dios. Así, el tema esencial es la gracia, que unifica, ilumina, supera la concupiscencia y de este modo reestablece la libertad en el corazón. Así se recupera la “imagen sobrenatural” y por ella se restaura la imagen natural oscurecida y deteriorada. Sin embargo, ya no hay posibilidad de volver al Paraíso. Por eso no se recobran ciertos privilegios, y la vida del cristiano es drama, lucha, libertad generosa, sacrificio humano, gloria del mundo.

Agustín se centra en la relación del alma con Dios. El alma se hallaba perdida por el pecado y era salvada por la gracia divina. En esta relación el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. Esta relación tiene un carácter esencialmente espiritualista, que contrasta con la tendencia cosmológica de la filosofía griega. Su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina en la salvación del alma, por encima del que tiene la libertad humana. Si bien el encuentro del alma con Dios se produce en el amor, en la línea del idealismo platónico Dios es concebido como verdad.

El hombre puede ser salvado por las mediaciones. Éste es el concepto de sacramento. Agustín elabora toda la teología de los sacramentos como signos instituidos por Jesucristo para dar la gracia, y defiende su eficacia “ex opere operato”. Influido por el platonismo, todo lo sensible puede convertirse en imagen o símbolo con referencia a una realidad invisible, que en el Nuevo Testamento es siempre la gracia divina. Así tenemos un elemento sensible, un elemento invisible y una relación entre ambos, de modo que el sensible sea fuente o vehículo del invisible. Los sacramentos, como ritos instituidos supuestamente por Cristo, son fuente de la gracia, la que se constituye en un vehículo de la vida sobrenatural. Tales sacramentos se integran en la dialéctica del Cuerpo Místico entre ministro y sujeto. El rito recibe sentido de esta integración. Podemos suponer que la idea de sacramento habría surgido indirectamente de los ritos de pasaje que todos los pueblos han antropológicamente celebrado para integrar al individuo con la tribu en todos los momentos cruciales de su vida.

La ciudad de Dios, que Agustín escribió entre 410 y 430, no trata de una ciudad puramente terrenal, sino que es la ciudad planeada por Dios para la salvación de las almas, y se encuentra más allá del mundo corrompible y efímero. Aunque la salvación es individual, se realiza dentro de una religión eclesial, donde el cristiano forma parte del cuerpo místico de Cristo. La Iglesia, que es el lugar de transmisión de la gracia, es la concreción de la ciudad de Dios y el único camino de salvación. 

Conclusión

San Agustín de Hipona, tras una mala traducción de un confuso pasaje en la Epístola a los Romanos de Pablo, “por un hombre entró el pecado en el mundo...,” introdujo la idea del Pecado Original y de la caída de la humanidad por la primera pareja mítica de seres humanos, y de la necesidad de la redención de Cristo en la cruz. Una caída original, que abarca el universo, requería una redención universal y absoluta, y nada mejor para ello que el sacrificio del mismo Hijo de Dios en la cruz. La triste, pecaminosa y negativa visión del universo salida de la mente de Agustín se encarnó profundamente en las enseñanzas de la Iglesia romana. El sacramento del bautismo pasó a ser el sacramento indispensable para limpiar la mancha del Pecado Original. La penitencia se constituyó en el sacramento que borraba los pecados personales. El clero adquirió la potestad divina para impartir estos sacramentos y se constituyó así en un poder político y social que competía con el poder del Estado al decidir a quien administrarlos, determinando su futuro transcendente de salvación o condenación.

El mismo imperio que el Mesías debía destruir, el cristianis­mo lo transformó en la base del grandioso esquema de la Cristian­dad. Sin duda, la transformación de un cristianismo de mártires –que se hacían crucificar, quemar y comer por leones hambrientos por no renegar de su adhesión a su Dios– en un cristianismo imperial que dictaba la política de todo el mundo conocido debió haber constituido una profunda y trascendental revolución religiosa. Un siglo antes la cena del pan y el vino se había transformado en sacrificio divino y habían aparecido los sacerdotes que la oficiaban. Con Agustín los sacramentos cobraron fuerza, y fueron administrados por los sacerdotes como medios necesarios de llevar la gracia divina a los fieles. El arma política de la excomunión, castigo eclesiástico que impide la recepción de los sacramentos, permitió a la Iglesia dominar al poder político en la Alta Edad Media. El papado emergió como la suprema autoridad de la Iglesia y con pretensiones de constituirse en la suprema autoridad de la humanidad. Se multiplicaron los templos sagrados para que los cristianos glorificaran a la Trinidad, la autoridad eclesiástica enseñara la verdad revelada y todos comulgaran comiendo efectivamente el cuerpo y bebiendo la sangre de Cristo Redentor en las formas transubstancionadas de pan y vino. Bajo la ideología agustina el cristianismo fue consolidando, en la tradición del Imperio romano, una ciudad de Dios en lugar de un reino de Dios, y se fue transformando en una gran estructura de poder que fue some­tiendo las diversas comunidades y las fue absorbiendo dentro de un imponente sistema de salvación llamado Cristiandad.



GALILEO



Galileo Galilei (Pisa, 1564 – Florencia 1642) fue un astrónomo, filósofo, matemático y físico italiano que inició la revolución científica. Sus logros incluyen la mejora del telescopio, gran variedad de observaciones astronómicas, la primera ley del movimiento, un apoyo determinante para el copernicanismo y, muy por sobre todas las cosas, el creador del método científico, el cual originó la gigantesca explosión de conocimiento que desde entonces va creciendo exponencialmente. Su trabajo, que en su tiempo fue considerado una ruptura con las teorías asentadas de la física aristotélica, le valió el castigo de la Iglesia católica en manos de la Inquisición romana. El conflicto entre Galileo y la Iglesia Católica fue entre la ciencia moderna, que recién nacía, y  la filosofía griega, que iniciaba su declinación. La inducción se enfrentaba a la deducción. La inducción se basa en la observación de la realidad, es propia del método científico que Galileo usó por primera vez, ofrece pruebas experimentales de sus afirmaciones y publica los resultados para que los experimentos puedan ser repetidos. En cambio, la deducción sola parte en última instancia de argumentos basados en la autoridad, bien de filósofos como Aristóteles o de las Sagradas Escrituras.

La teoría de Copérnico sobre el heliocentrismo que defendía Galileo fue condenada como “una insensatez, un absurdo en filosofía, y formalmente herética” por el Santo Oficio, y el propio Galileo fue condenado a la cárcel (1633) (pena que Pío V le conmutó por arresto domiciliario de por vida). El papado reciente (Pio XII y Juan Pablo II) se ha limitado a solo rendirle homenaje, y el propio cardenal Ratzinger (después Benedicto XVI) opinó (1990) que “la sentencia contra Galileo fue razonable y justa y sólo por motivos de oportunismo político se legitima su revisión”. Sin embargo, aquí no interesa la condena eclesiástica, sino resaltar la creación de Galileo del método empírico. Para Stephen Hawking, Galileo probablemente sea, más que cualquier otro, el máximo responsable del nacimiento de la ciencia moderna, y Albert Einstein lo llamó padre de la ciencia moderna. Su importancia reside en que inició no solo la revolución científica, sino que la gran revolución del conocimiento de la historia de la humanidad y que nosotros estamos experimentando día a día. En la medida que la realidad va siendo develada por la ciencia, la filosofía griega que sustenta el cristianismo se va desintegrando, y lo que va resurgiendo es la simpleza, profundidad y transcendencia del evangelio de Jesús.

Desde Galileo la ciencia ha venido criticando la filosofía griega por su dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se ha visto que aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta, sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filoso­fía debe ser validada por la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y sentido en la filosofía.

El ser en la filosofía

En los aspectos más sencillos y simples de las cosas nuestra mente puede justamente encontrar la racionalidad que ella demanda enfrentada a la mutabilidad y la multiplicidad que observa en las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas Parménides  de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable, pero en cuanto es, el ser es uno e inmutable. Así, el ser comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo, por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico.

Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en este discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de lo eterno y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo la polaridad se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. La filosofía griega supuso que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se dedujo que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual. Además, tanto con el realismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.

Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales, que son justamente el objeto de conocimiento de la ciencia moderna. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.

Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente racional deductivo. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”. No podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido deve­lando, siendo la unidad del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes naturales.

La irrupción de la ciencia

Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo experimentado por la ciencia en el conocimiento del universo, el que se identifica con la realidad. Esta revolución del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a la filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría, monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que desde san Agustín la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida con el espíritu moderno de Galileo estaba destinada a crecer y fructificar hasta llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que el discurso filo­sófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la sabiduría, tales como la lógica y el lenguaje.

El discurso científico es de factura relativamente reciente. Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un origen más bien modesto y cautelo­so. Como competidor en la explicación de la realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en la vida intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.

Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso trabajo experimental, analítico y espe­culativo, de cooperación sin precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la ciencia se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde las experimentaciones sobre la velocidad de caída de cuerpos sólidos de Galileo. Ha ido acumulando un gigan­tesco volumen de conocimientos, fruto de innumerables observacio­nes, investigaciones, hipótesis, experimentaciones, modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.

La búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio, y usa la experimentación, la mecánica y las matemáticas para comprender estos fenómenos.

La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar que ella haya encontrado irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. Desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.

En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el apoyo teórico para la explosión tecnoló­gica desencadenada por la Revolución industrial, la que ha catapul­tado nuestra civilización a todos los confines de la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecno­lógico. En efecto, la ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que por medio de la inven­ción demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía, fuerza, movimiento, cam­bio están en la base del conocimiento tanto de los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la velocidad, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.

El ser humano es el único ser que actúa según los planes de futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el universo y por descifrar la causalidad exis­tente en las relaciones entre las cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar, probar, exami­nar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera com­pleta la estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y entre objetos tales como partículas subatómicas, ADN, sociedades humanas o cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente intentó explicar.

El ímpetu de la ciencia

Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción con otras cosas, y no por el efecto del poder de la magia, de dioses o del destino. La naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente para Galileo. En los siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el comportamiento del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron definitivamente aquella idea. En la actualidad, podemos con­cluir que todas las cosas, como también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte, están organi­zadas estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas y establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado, de modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de aquél leyes naturales.

Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad contemporá­nea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los resultados al rigor del número y la medida, hasta llegar a cono­cer las leyes que gobiernan los acontecimientos y a construir modelos y teorías. Aunque se trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento científico difiere de la expe­riencia cotidiana en que el primero es guiado por una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza. Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la naturaleza.

La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden ser sometidas a la verifica­ción experimental. Sin embargo, la ciencia no parte necesariamente a posteriori, por inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen de intuiciones a priori, como a menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron a confirmar lo primeramente afirmado.

Lo que hace que una verdad tenga validez científica es que pueda ser sometida a la experimentación para verificarla, independientemente de si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una explicación científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser verificable empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los distintos fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada hay en el conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de la teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia científica, que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados científicos, y que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus predicciones deben concordar con las observaciones y experimentaciones.

Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son provistas por el método científico de la experimentación y la observación, entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente, como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión causal de sus componentes relevantes.

A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con mayor interés y recur­sos, cubriendo mayores espacios de la realidad, penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e intrincadas relacio­nes de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es una conquista de lo misterioso. Si la filosofía griega logró expresar el principio de no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia esta­blece leyes que van carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy deter­minadas. Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad que ha ido emergiendo ha sido como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción idealista que la desechaba como caótica.

La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre la multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente causales entre entidades dis­cretas. El dinamismo que percibimos corresponde a la multiplici­dad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la reali­dad todo es discreto si se llega al fondo de la escala de inte­rés, todo es cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente las matemáticas.

La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo micros­cópico hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso directo sin utilizar instrumentos especial­mente confeccionados. Incluso aquello que es observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que resulta difícil imagi­nar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no pueden ser observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos des­cribirlas como partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es el caso, siendo ambas caracte­rísticas contradictorias en nuestra dimensión antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que aqué­llas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemá­ticas, logrando con este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y obteniendo información certera y precisa.

Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conoci­miento científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar cualquier error y contra­dicción que pueda emerger con los nuevos y continuos aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o teoría previamente aceptada si se comprueba contra­dicción con un nuevo aporte que se demuestre cierto.

Sin embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino que corresponde al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una realidad en apariencia infinitamen­te compleja. Frecuentemente, los nuevos descubrimientos científi­cos significan perfeccionamiento de anteriores teorías. Conside­remos, por ejemplo, las teorías acerca de las órbitas descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por Aris­tóteles, supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedu­jo que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más complejas que derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955) infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia de masa. Lo más probable es que, a causa de que la explicación de la gravedad hecha en la teoría general de la relatividad resulte errónea por identificarla con la inercia, un nuevo aporte signifique un perfeccionamiento o un avance en una nueva y distinta teoría.



UNA FILOSOFÍA ALTERNATIVA



Complementación

Una conclusión fácil que podría desprenderse de la sección anterior es que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la filosofía gracias a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que el filosófico en la búsqueda de la verdad objeti­va. Ciertamente, el grado de certeza de una proposición científi­ca es enorme a causa de la demostración experimental que permite la emisión de juicios a posteriori válidos. Sin embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la realidad; cada cual con su propia óptica, su propio método, su propio alcance, sus propias conclusiones.

La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en cuanto al propósito de conocer objetiva­mente la realidad. Ambas tienen el mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su mirada inqui­sitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la certeza y tienen una postura permanente de crítica para impe­dir que se deslice el más mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer, que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposi­ble. Y desde hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en deca­dencia, prácticamente aplastada por el peso de tan poderoso adversario o, mejor dicho, por un hiperdesarrollo de la ciencia, que ha generado un enorme desequilibrio de la relación entre ambas fuentes del saber objetivo.

Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de ellos, la filosofía es la labor solitaria e independiente de alguien que se pregunta por los problemas fundamentales e impere­cederos acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las cosas. Mientras el conoci­miento científico es el resultado de la labor de muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han formulado las preguntas fundamentales y han intentado respon­derlas. Mientras la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la filoso­fía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos del cambio y la transformación de las cosas.

Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead (1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.

La ciencia centra su atención en conceptos trascendentales como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa, carga, espacio, tiempo, etc., para  alcanzar nuevas y más amplias comprensiones de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos científicos son en efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más bien como filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado profundo de la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si los mitos y leyendas de la tradición y las explicaciones acientí­ficas de los fenómenos de la naturaleza terminan por ser arrolla­dos y destruidos por la ciencia, las pre­guntas sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, bus­cando siempre una renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.

Las insuficiencias de la ciencia moderna

A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía, la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido capaz de dar respuesta satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan, sino que su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la existencia a través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, consiguiendo sólo que el prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se encargue de decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla, mientras la identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún producto de la economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros negros, dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la Atlántida, Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras banalidades que apasionan a multitudes.

El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. Sin embargo, son justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía y el evangelio de Jesús los que nos pueden proporcionar tales respuestas.

El referente filosófico del mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum a través de la observación y la experimentación, se podrá progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala seguiremos siendo muy ignorantes. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y lo que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales.

Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico.

Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el reconocimiento que el puro saber científico no puede reemplazar el saber filosófico. Los escritores que describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación racional posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y emociones carentes de sentido y, en consecuencia, resistentes a una comprensión totalizadora, negándose, por tanto, nuestra posibilidad para conocerla. La razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.

Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden racional para todas las cosas.

Conociendo con los dos pies

Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático. Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c². Así, mientras el conocimiento filosófico es el resultado del pensamiento humano en un esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico resulta de la aplicación de la aplicación de la lógica matemática a los parámetros de la naturaleza que se conocen a través del método empírico de verificación de hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido de que la teoría es una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el tiempo que merecen una crítica filosófica. Incluso para probar la validez de sus propias afirmaciones no trepida en gastar sumas de dinero extraordinariamente fabulosas en mantener miles de científicos, publicaciones, laboratorios, observatorios y satélites.

Aunque el cada vez más complejo entramado de teorías científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al “por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e interac­túan, apuntando hacia las relaciones causales, no puede explicar­nos el “por qué de los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y, en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas, evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer esas “cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que busca en forma perenne el sentido de su vida, no sirve la experimentación. Se hace necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción, a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.

La diferencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no reside en el campo de estudio, u objeto mate­rial, puesto que es el mismo para ambas, esto es, el universo entero. Se distinguen entre sí por el respectivo punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la morfología y la composición de las cosas, y cuando lo hace al “por qué de los cómo son”, se preocupa por su funcionamiento y su génesis. Sus dos primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras, su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a relaciones de causa-efecto, para llegar a conocer su comportamiento y los procesos y mecanismos detrás de los cambios operados. De allí es posible inferir leyes naturales que son universales, pues podemos comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y uniformes, que son válidos para todo el universo.

Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien afirmó que la cien­cia es un cuerpo diversificado de conocimientos especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad, deteni­miento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a raudales. Como ya alguien calculó, en la actua­lidad se publica anualmente más material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por torren­tes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y reanalizarse, pero no se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su cometido de responder a los infi­nitos comos de las cosas, se aproxima a la realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis y teorías, y la de las leyes, incluidos los modelos.

Una filosofía fundamentada en la ciencia, más que las tenta­tivas interdisciplinarias, debiera constituirse en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de conocimiento a la tarea de la compren­sión del todo y de las últimas cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sinteti­zar. Es en la perspectiva de la convergencia que podemos entender la relación que debe existir entre la ciencia y la filosofía, pues la convergencia significa trepar a la escala de la sabiduría.

El conocimiento científico posee una completa continuidad en su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad depende del conoci­miento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento científico del momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento científico proviene de la unidad del universo, el que es también materia del conocimiento filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relacio­nes causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía en sus relaciones ontológicas, determi­nando su significación y su sentido. Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto, la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que encuentra la ciencia.

Por parte de la filosofía, como su objeto formal es pregun­tarse por el por qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de especializaciones tan característico de la cien­cia como resultado del análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de la diversidad, para llegar al sentido, significación y esencia última de las cosas y dar racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad inhe­rente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legiti­midad es evidente si asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido descubriendo.

En esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de las rela­ciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensa­miento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de la uni­versalización de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como casos individuales o más o menos universales. Estas diferen­tes funciones es lo que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva metafísica.

Una nueva filosofía

Mi ensayo “Estructura, fuerza y escala”, en http://estructurafuerzayescala.blogspot.com, muestra que la complementariedad “estructura-fuerza” constituye el principio universal, unificador y ordenador de las cosas que está urgentemente en demanda, no contradiciendo el ser metafísico y compatibilizándolo con la ciencia. Muestra también que ella resulta ser el producto de lo develado por la ciencia referido a la causalidad y a las leyes universales de la naturaleza, pero en una escala superior, aquélla que posee la trascendentalidad de lo universal y lo necesario. Como conclusión propondré la siguiente síntesis de esta filosofía que tiene su punto de partida en la ciencia moderna y que puede servir para entender de otra manera el evangelio de Jesús, aunque jamás para complicarlo o ensombrecerlo.

En el principio, en Dios estaba contenida la infinita energía. Y Dios la liberó en un instante, hace unos 13,7 mil millones de años atrás, creando el universo entero. Los físicos llaman “big bang” a esta explosión por la que la energía primigenia, que contuvo el código de las leyes naturales, se fue convirtiendo en materia extraordinariamente funcional y específica, tanto transformándose en masa según la famosa ecuación E = m·c² como constituyendo por separación las cargas eléctricas positiva y negativa. La inmediata interacción de las unidades de materia fue generando el tiempo y el espacio. El tiempo mide la duración que tiene una relación causal y el espacio mide su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el big bang conforman el espacio-tiempo del universo. La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz, por lo que el universo ha venido expandiéndose radialmente desde entonces a dicha velocidad. La fuerza de gravedad es el producto de la masa que se aleja de su origen a la velocidad de la luz y que se va separando del resto de la masa del universo, por lo que el universo es una enorme máquina que por causa de su expansión genera la fuerza de gravedad.

El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como caótico y desordenado. Ellos se esforzaron en dar explicaciones míticas para dar cuenta de esta situación. Y la fuerza de gravedad junto a las otras tres que existen dentro de la estructura atómica producen la incesante estructuración y la desestructuración de la materia. Así, por medio de la ciencia, podemos entender que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando en una complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, la estructuración en escalas mayores no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas fundamentales hasta el mismo universo, han pasado a ser unidades discretas de estructuras de escalas mayores y han contenido unidades discretas de escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser humano.

Como todo animal cerebrado, el ser humano es capaz de generar estructuras psíquicas que resultan de y se asientan en la materialidad biológica y electro-química de un cerebro. Pero a diferencia de todo animal el ser humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo estructurar todo un mundo conceptual y lógico que busca representar el mundo real que experimenta sensitivamente y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Su accionar en el mundo es intencional y responsable, pues emana de su libre albedrío. En esta misma escala su afectividad se estructura en sentimientos. Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la conclusión de su propia y radical singularidad, la multifuncionalidad psicológica es unificada en su conciencia profunda, o yo mismo. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psicológica de su particular pensamiento es el máximo logro de la evolución de la materia. Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, rompe la estructura material de la persona, subsiste la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida.

La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo con su cuerpo, manifiestamente incapaz ahora de subsistir. En su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos en el universo material. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesita y busca afanosamente un contenedor de su propia energía estructurada para poder manifestarse y expresarse. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido y añorado a Dios, buscándolo, alabándolo, agradeciéndole y siendo consecuente en su accionar, estará finalmente en condiciones de llegar al Reino anunciado en el evangelio de Jesús cuando muere y existir en plenitud, pues, al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de la visión de Dios. La energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.


Santiago, Chile

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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Las dos últimas secciones han sido extraídas de mi Libro II – El fundamento de la filosofía (ref.http://www.fundafilo.blogspot.com/).